Diana y las bellezas de otro tiempo

Diez años después, Diana de Gales descansa en paz, se venden pocos mecheros con su nombre, el príncipe Harry se parece alarmantemente a su padre el jinete y el príncipe Guillermo deja y no deja a una chica que es todo dientes y ambición. Carlos de Inglaterra mantiene sastre y figura, pinta acuarelas, ejerce de profeta de una nueva agricultura para ricos y -en términos generales- cae bastante mal y se resigna a no caer bien. Camilla triunfó y mucha gente pensará que la fealdad y la maldad suelen ir juntas. La reina madre murió, conservada en gin and tonic, enterrada quizá con uno de esos sombreros que parecían atraer a las abejas. Cada mañana, Carlos de Inglaterra se acerca al florero y escoge una flor para la solapa. Si se aburre, pide que le saquen sus Leonardos. La monarquía de Inglaterra se mantiene, sostenida por una mujer vieja y mandona, avariciosa, llena de defectos, admirable. Ella ha visto pasar incendios y huracanes: al final, se imponen las buenas formas, las artes del fingir y el dejar ir. Perdura la monarquía británica, no más adúltera que las demás, con tanto peso

institucional que asume sus propios errores por elevación, unos pecados que por reales parecen más veniales.

Fue Alastair Campbell, ángel malo de Tony Blair, quien le sopló al primer ministro el título de reina del pueblo y reina de los corazones. Todo son ya verduras de las eras pero por aquel entonces Tony Blair acababa de desenterrar al laborismo, meses antes, a golpe de sentimentalismos y sonrisas y un estilo físico que supo mezclar aplomo y juventud. Después mostraría más pujanza pero la ola de la muerte de Diana fue alargada para surfear en un cierto populismo del corazón. Las lágrimas se secaron pronto y no pasaría tanto tiempo hasta que Alastair Campbell confesara tener uno de los dos vicios de la política británica -un 'drinking problem', ya que no el masoquismo. En general, ninguna turbulencia, ninguna expectoración pasional evitará ya la repetición del cambio de guardia ante Buckingham Palace, hasta el final de los tiempos. En cuanto a Diana, ha

recibido quizá demasiado estiércol como para no merecer un poco de piedad, un sitio en el panteón de las bellezas de otro tiempo.

Quizá pertenecía a ese grupo intocable de mujeres demasiado guapas para ser deseadas, como perteneció -pálido fuego- Grace Kelly, mujer a su vez de 'el pocero' de Mónaco, infeliz también a su manera. En realidad, todas las infelicidades se parecen. Diana fue un poco de hombre en hombre, dándole rienda al corazón, en pos de una felicidad que siempre parece estar un poco más allá, incluso un poco más allá del matrimonio. Lo supimos todo de ella: sus celos, sus pasiones, sus venganzas, sus crisis y sus vómitos. Le quedaban ya pocos secretos, que son la sustancia de una vida. Quizá fue poco querida, mendicante de amor en cada puerta, juzgada al final con una severidad que nadie querría para sus propios devaneos. Tan pronto aparecía en un desfile como acariciaba, en el tercer mundo, a unos negritos. Sabía combinar una cierta simplicidad del 'chic' con un punto de dulzura maternal; a veces calor, a veces frío. Era rubia como deberían ser rubias las rosas. Corazón indeciso, 'donna mobile', lo tenía todo para envejecer bien pero tal vez nadie le dio a tiempo un ejemplar de Fortunata o de Madame Bovary. Uno puede alabar las corbatas de Carlos de Inglaterra pero lo cierto es que o la trató bastante mal o la amó bastante poco. Supongo que en un matrimonio esas cosas aún cuentan.

Al final, Al-Fayed, tan árabe y tan rico que siempre parecía sospechoso, la tuvo de juguete de un verano, sepultándola en joyas, paseándola por mares de un azul millonario. Todos sabemos la última historia: salieron del Ritz, en place Vendôme, allí donde

la columna de Napoleón imita a la de Trajano en Roma y hace par con la de Wellington en Londres, para recordar que Europa es un campo de batalla -victorias y derrotas- como puede serlo un corazón. Con alfombras de Peña, el Ritz de París es un gran hotel pero el mecánico -aunque francés- había bebido. El accidente provocó una bajada de ventas a la casa Mercedes por más que hay peores muertes que morir bajo los puentes de París. Dodi y Diana tal vez se encontraron al espectro de Celan, poeta y suicida, judío que se arrojó al Sena en tiempos peores que los nuestros. También en París, Malte Laurids Brigge pide que cada uno merezca su propia muerte y la trabaje. Pese a todo, también es posible que todas las muertes se parezcan, resumiéndonos en una indefensión de la memoria peor que el olvido. Ahí queda Diana, maligna y frágil, fatal sin saber que era fatal, blanca y rubia, con un matiz de rojez por los altos pómulos, belleza ya de los antaños, rosa del famoso parterre de Inglaterra.

 
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