Dios por la mañana – La calma de Palma – Soliloquios de café

La mañana es casi líquida y alguien dijo que ‘Palma es un zafiro’. Estoy en la terraza del bar Bosch y fumo uno de esos cigarrillos que justifican no ya el vicio de fumar sino el vicio de vivir. Consecuentemente, no es de descartar que esté sonriendo como un idiota, y me da por pensar que uno se sienta en una terraza y de pronto ocurre que se sienta miss Felicidad a nuestro lado: una felicidad en tono menor, en voz muy queda, con discreción de enfermera, en todo asimilable a la placidez de esta digestión reposada y razonable, al anticiclón benigno sobre el orbe, a este sol de enfermo, dulce como el abrazo de una abuela. En alemán, hay un verbo para decir ‘todo me vomita’. En español podemos decir que todo nos sonríe. El sol, además, me tuesta ligeramente; mi cenestesia es pacífica, nada me turba, nada me espanta –de modo que exhalo el humo como quien echa incienso.

En momentos así, en tantos cafés, en tantas terrazas, lo habitual es que piense mucho en Dios.  Una parte de mí me lleva a la Cartuja, la otra me lleva a la discoteca Tito's y -en la indecisión- de alguna manera, voy tirando. Ya que la vida es dramática, al menos no hay que exagerar. Tomo lección de los lirios y los pájaros y considero la bienaventuranza de los mansos. Llegamos por la paradoja al punto de equilibrio: los chinos, seguramente, tienen una palabra para este estado del espíritu que aquí llamamos sonreír como un idiota. En realidad, es un acorde positivo con el mundo, una intimidad del estar bien que va más allá de la felicidad del cuerpo bien comido. Gracias a Dios, la felicidad no es tan narcótica que me entren ganas de ser bueno. Me gustaría desear algo pero no encuentro bien qué. Todo es vaguedad y grata imprecisión -todo lleva al mejor conformismo.

Mi desayuno transcurrió, también, conforme a recta razón: un vaso de vitamina C, un café como un electro-shock, esa vivacidad del agua con burbujas; primero una ensaimada, después -¡camarero!- otra ensaimada. Ajeno a la ridiculez de escribir en público, saco la ‘filofax’ y juego a escribir. Me repito, para mí mismo, una frase sabia del Evangelio: ‘alma mía: come, bebe, gózate’. El turismo es la inocencia más asequible. En otro orden de cosas, alguien debería definir esta brisa en términos exactos, ponerle letra a este vivir en abandono. Somos arpas eolias de Dios, traspasados de su bondad sin tasa, atónitos de tanta gloria revelada, sostenidos por eternidades abisales y soplos de infinito. Por hacer algo, en un rato echaré a andar. Seguiré el sistema de la errancia, que es la errancia sin sistema. Callejear es una gran acepción del no hacer nada.

En la terraza del Bosch, el sol va ganando a la sombra y está bien que sea así. Peregrino a la casa del Padre, no me hubiese importado pasar los años de la vida en una ciudad de medida humana y belleza inteligible; ser un contorno en una barra de bar, una oquedad de olvido, pesar muy poco sobre el mundo, pasear tristezas elegantes, aspirar sólo a las alegrías inevitables, opositar a un fracaso sin heroísmo ni gloria –un fracaso también inevitable, con un sentido de reconocimiento, con el calor de conformidad de un viejo blazer. A lo lejos reverbera -mar de la tranquilidad- el mar de enero. Digamos lo mismo siempre a todo: mi opinión es que no tengo opinión, todo me parece bien porque todo me parece mal, soy un señor que fuma y no tengo nada que añadir. Puestos a estar, estoy en Palma de Mallorca y –de nuevo- soy un señor que fuma y no tengo nada que añadir, todo me parece bien, etcétera. Es fácil hacerse la ilusión de que la vulgaridad no nos incumbe en absoluto.

Dentro de mí hay algo que silba alegremente –el corazón emite una palpitación gozosa, el espíritu se mueve como un rabo de lagartija. ¡Dios mío! ¡La vida es tan fácil! ¡Y cuánta alegría cabe en cinco euros! Si lo sé, pago diez. Lo que quiero decir es que me alegra que no todo sea horror indescriptible y decadencia de Occidente, pesimismo metódico, pozo negro moral, teléfonos de ansiedad y lectura trágica de la historia. Hay, por ejemplo, mañanas de perfección sin tensión, y podría ocurrir plausiblemente que un gorrión viniera a posarse en nuestro hombro: la media mañana tiene un punto franciscano; es casta, limpia y humilde; la ciudad está aseada, con texturas domésticas ajenas a la pose, con secretarias que salen de la oficina a fumar en el portal y un señor que vuelve a entrar en su gestoría, y una florista entre sus flores. La paz es de la extensión de la dicha, o al revés. Según Simone Weil, ‘la alegría es el sentimiento de la realidad’, quizá un asentimiento de totalidad al aquí y al ahora. Nada me turba, nada me espanta. El cielo es cielo y es azul. Deus super omnia. Será cuestión de echarse a andar. Un día de estos tengo que escribir sobre Palma de Mallorca.

 
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