Dios mío, ¿dónde estabas?

Una y mil veces nos planteamos la pregunta del por qué de la existencia del dolor y el sufrimiento, la tribulación y la injusticia. Muchas personas, después de trágicos sucesos como el terremoto acontecido en la ciudad medieval de L’Aquila en Italia, vuelven a cuestionarse preguntas de este estilo: ¿Por qué Dios permite que mueran casi 300 personas y 70.000 se queden sin hogar en cuestión de minutos?, ¿dónde está Dios, Padre amoroso que vela por la felicidad de sus hijos?

Estos últimos días hemos contemplado a Jesús sufriendo en su pasión y muerte, padeciendo auténticos temores y angustias; asustado, más bien aterrorizado. De tal manera que su sudor no era cualquiera, era sangre lo que corría bajo su mejilla, anticipo de la que viniera después, clavado en la cruz. De nuevo descubrimos la verdadera humanidad del Señor, suplicando a su Padre que retirara -si fuera posible- aquel terrible dolor. Dios escondido. En silencio. No daba respuesta al grito desesperado de su Hijo que gemía ¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado? Y Él acepta voluntariamente la muerte más ignominiosa y muere. Muere por amor, por la salvación de todos los hombres y mujeres de todos los tiempos.

¿Dónde encontrar la respuesta a tales injusticias, horrores y aflicciones? Allí, precisamente allí, en la Resurrección de Jesucristo obtenemos la respuesta del Padre a todas las cuestiones que alberga en el interior de todo ser humano. El misterio de la cruz ha sido desvelado en su plenitud. Dios guarda silencio, más no desaparece. Él estaba y está en Cristo resucitado.

Misteriosamente el hombre cuando sufre, se encuentra íntimamente en unión con Jesucristo. Es capaz de descubrir en sus propios sufrimientos los de Cristo, se identifica de tal modo con Él que es como un vivir en Cristo, y definitivamente halla el significado del dolor. Y aún así seguimos preguntándonos ¿acaso es bueno el sufrimiento? No, el sufrimiento no es bueno en sí mismo. Dios, no sólo es un buen Padre, sino también es un Padre bueno, que no quiere ni el mal ni la tribulación, lo que desea es lo mejor para sus hijos. Lo que sí es verdaderamente bueno para quien sufre una experiencia dolorosa, es la actitud de abandono en Dios y la aceptación de los hechos sucedidos. En esta aceptación Dios derrama una especial energía y fortaleza, para que la persona atribulada pueda experimentar la mano del Padre, que en el silencio le susurra: “no estás sólo, Yo estoy contigo”. Y le dice “mírame, aquí estoy en estas personas que tienen palabras de consuelo, y compasión ante la tragedia que vives. Ellos con amor desinteresado te ayudan a rehacer tu vida, toman en sus manos tu desdicha haciéndola propia, te acompañan y comprenden”. “Y ellos aprenderán a descubrir en ti, sufriente, al mismo Cristo”.

 
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