Franco ha muerto (presuntamente)

Pocos asuntos habrá en España tan poco propicios a la chacota como la guerra civil, la llamada memoria histórica y demás cuestiones anejas. No obstante, Garzón ha descendido de lo trágico a lo jocoserio cuando se le ha ocurrido pedir, en su auto de procesamiento contra los alzados en el 36, el certificado de defunción de Franco y de otros altos cargos del régimen.

Diríase que el caudillo murió en el hospital madrileño de la Paz hace casi treinta y tres años, que su cadáver quedó expuesto a la pública contemplación en el Palacio Real y que después fue trasladado en un armón de artillería hasta el Valle de los Caídos, donde se supone que yace bajo tonelada y media de marmórea losa.

Ahora bien, un rasgo propio del quijotismo –finjamos que sólo el desinterés guía a nuestro juez lucero– es el ánimo inquebrantable de impartir justicia aun a costa de la evidencia. Don Baltasar se ha calado el baciyelmo y está dispuesto incluso a tomar declaración a esas entidades sospechosas que giran sin cesar para que demuestren ser aspas de molino y no brazos de gigante.

Franco está muerto, siempre y cuando no se demuestre lo contrario. Sería una imprudencia –pensará el esforzado Garzón– desechar como indicio la novela de Vizcaíno Casas …Y al tercer año resucitó, en cuyo comienzo el capellán de Cuelgamuros ve la tonelada y media de marmórea losa desplazada, con la evidente conclusión de que el generalísimo ha retornado a la vida. No sería, pues, descabellado que el juez encargase efectuar una resonancia en la tumba para salir de dudas al respecto.

Claro que eso tampoco demostraría nada. Como indicio también habría que tener en cuenta la película Espérame en el cielo, dirigida por Antonio Mercero, en la que se plantea la existencia de un sosias del caudillo. Según deduce el espectador tras contemplar la última secuencia, quien se halla bajo la tonelada y media de marmórea losa no es Francisco Franco, sino Paulino Alonso, un infeliz ortopedista. 

Debido a lo pavoroso de ambas conjeturas, la de un caudillo redivivo o aún no muerto –quizá hecho un pimpollo a sus casi ciento dieciséis años en alguna playa caribeña–, el hombre que ve amanecer porque pasa las noches de claro en claro ha decidido que no se deje resquicio a la más pequeña incertidumbre, y para ello ha requerido el acta de defunción. Acaso en esas noches, también de turbio en turbio, Garzón sueñe con que el documento sea falso, y el acusado viva, y él pueda extraditarlo, y Hamete Benengeli tome nota, y que por siempre se recuerden sus fazañas.

 
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