Marruecos: euforia y realidad

Cuando los Reyes de España y una delegación tan numerosa de ministros emprenden una visita de Estado, es muy difícil que esa visita de Estado no sea la más importante de la legislatura. Entre los excesos multiculturalistas acostumbrados y una nueva retórica por parte de nuestro gobierno, es de esperar que el viaje ponga en momentáneo olvido las tormentas interiores de días pasados y cumpla con la intención de escenificar un cambio de rumbo, acentuando para ello las sombras de Aznar y exagerando la virtud de Zapatero, por más que la normalización de las relaciones fuera mérito del anterior gabinete. Aquí y allí coinciden los intereses para vender este viaje como un éxito bilateral, y a tal fin son muchas las cosas que soslayan los políticos y que, sin embargo, no deben soslayar los periodistas. Se nota en todo un cierto nerviosismo, como si la delegación española fuese, más que a visitarle, a examinarse ante el sultán. Conviene, como siempre, deslindar entre las palabras de los discursos y la desnudez de la verdad, pues ni la época de Aznar fue una absoluta glaciación ni la llegada de Zapatero ha de suponer un deshielo que elimine, en un acto de voluntad omnipotente, todos los problemas. A ambos lados del estrecho, la apreciación del tempo político es totalmente distinta: Zapatero sólo dispone de cuatro años, quizá ocho, para administrar sus actuaciones de cara al sur, mientras que Mohammed VI ha de reinar aún durante décadas, inmutable como las columnas de Hércules, con una eternidad de tiempo a su favor para esperar a España, observar y aprovechar sus contradicciones y articular una política de Estado congruente frente a las contingencias partidistas y cortoplacistas de nuestros gobernantes. Signos inmediatamente precedentes al viaje confirman la interminable astucia marroquí: en primer lugar, y justo un día antes de la visita, Mohammed VI calcula sus mixtificaciones y dora sus mentiras en la portada del diario nacional de mayor tirada; en segundo lugar, Marruecos anula sin tiempo y sin aviso el momento más sentimental del viaje, la recepción en Tetuán, una ciudad tan desafecta al régimen alauita como nostálgica del viejo protectorado; una ciudad donde ya al antipático Aznar se le recibió con desmedida alegría y donde las vociferantes turbas hubiesen provocado con su afecto el sonrojo de nuestro rey y la cólera del rey de Marruecos. De puertas adentro, es apreciación común valorar muy positivamente el protagonismo de nuestro monarca. Este protagonismo, nuevo sólo en apariencia, se apuntaría entre los éxitos de Zapatero, a la vez que colaría la trampa de que antes el monarca no acercaba posiciones de manera tan discreta y efectiva. Al margen de la controvertida remuneración en propaganda, la obediencia que el rey debe al gobierno y la inmejorable disposición de don Juan Carlos no deben llevar a que nuestros mandatarios se parapeten tras su cómoda sombra, comerciando como actos de voluntad real lo que son funciones constitucionales ya tradicionales además de tasadas. Aunque en cenas y despachos privados el monarca tenga un cierto margen de discrecionalidad, sazonado siempre con su acierto político, de cara al público lo recomendable, lo responsable y lo obligatorio es que su función sea simbólica o, si se quiere, tan decorativa como útil. El carácter complicado de Mohammed VI y el peso de la tradición de su casa real excluyen los paralelismos positivos con don Juan Carlos. Entre los gestos de poder absoluto y la evolución a una monarquía constitucional verdadera, un cierto realismo hace ver que el sultán alauí es tan mejorable como necesario para evitar mayores males en su país: islamismo, riesgo de revueltas, corrupciones aún más graves, desunión; problemas de Marruecos que automáticamente serían también problemas de España. Agrava la situación el hecho de que Marruecos nos tiene ganadas de antemano todas las partidas, pues de las ciclotimias de su rey dependen en buena parte la afluencia de las pateras, las excursiones armadas al islote Perejil, el tráfico de hachís, las concesiones a empresas españolas o las recaídas en el victimismo si, de pronto, alguien decide en Madrid represaliar con menos becas. Desde la elección de la pareja Moratinos-León hasta el inútil sacrificio de la causa saharaui, el gobierno de Zapatero ha efectuado, en verdad, un cambio de rumbo: somos ya más pro-marroquíes que Francia, para pasmo de la misma Francia, pero eso no suaviza unos problemas que siempre son los mismos y que tienen continuidad en otros nuevos; por ejemplo, los yacimientos petrolíferos entre el Sahara y Canarias cuando no se han deslindado las aguas territoriales. Por otra parte, no es vano recordar que si Mohammed VI llama “tío” a don Juan Carlos, a Jacques Chirac le tiene de segundo padre. Como una imagen del mundo a escala, el Mediterráneo reproduce en sus orillas norte y sur una visión tan simple como seguramente acertada de la realidad: un norte sólido y democrático que avanza y se enriquece, y un sur donde predominan viejas versiones del estatalismo, corrupciones, teocracias y una pobreza que se agranda. La perpetua melancolía marroquí es que desde una situación muy semejante, España ha progresado mucho más que Marruecos, y la distancia en cuanto a bienestar es aún más amplia que las diferencias culturales y las mutuas reticencias que inevitablemente existen. El sur de Ceuta y de Melilla, por otra parte, ha sido siempre un moridero de las esperanzas españolas, donde sólo hemos ganado sufrimientos. A falta aún de evaluar las consecuencias positivas que la doctrina Zapatero respecto de Marruecos tenga en nuestra orilla, convendría ver un poco más allá en la partida de damas geopolítica y preparar un definitivo salto comercial sobre el vecino rifeño, reparando al tiempo las degradadas relaciones que, en contrapartida, se han producido con un país tan determinante para nosotros como Argelia. Es hora, en fin, de aprender prudencia, de espolear la astucia y de mostrar tanta amabilidad en las palabras como invariabilidad en nuestra política, si bien la visión panglossiana que Zapatero tiene del mundo, y su conflicto con la realidad hacen que la sensatez sea sólo una esperanza. Calmada la euforia de la visita, Marruecos seguirá siendo nuestro problema en tanto siga siendo nuestro vecino; es decir, siempre; y precisamente en su constante potencialidad para ser problema radica el hecho de que estemos en sus manos, alerta ante sus movimientos y fiados sólo de lo imprevisible de sus caprichos. Por ello, el único enfoque realista de las relaciones es la hipótesis de una crisis nunca demasiado lejana, la certeza de una derrota política donde ha de salvarse cuanto sea posible. Con esta conciencia previa, bien está tomar el té en Marrakech, besar a la mora las mejillas del sobrino-sultán y compartir el rico cuscús o alcuzcuz de palacio.

 
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