Memoria y exaltación de Pedro Antonio Urbina – Onorate l’altissimo poeta

El cielo solía ser más azul en el cruce de Serrano con Juan Bravo, allí sobre las botellitas de La Botellita, los mercedes ronroneantes en la hora punta de la joyería Suárez y ese museo de escultura al aire libre que la gente suele tomar por zona de obras. La casa donde trabajaba Pedro Antonio Urbina tenía un portero con el porte de Espartero y una estilística arquitectónica entre el Escorial y Franco: solidez y sobriedad, con ladrillo y con granito, sin formas volantes y sin fantasías. Que nadie se escandalice pero la arquitectura del franquismo fue muy buena. Pedro Antonio Urbina había tenido la alegría de plantar unos manzanos en la terraza de su ático, allí donde otros hubiesen hecho reforma para ganarle unos metros al salón. Pedro Antonio Urbina, claro, era poeta.

Trabajé durante unos años para Pedro Antonio Urbina, al final de mi adolescencia, al principio de mi juventud, con la sensación frecuente de no tener mucho más que hacer que regar los manzanos o –conforme a la estación- las freesias. No creo que me engañe la ilusión al afirmar que tuve cada día tanto honor como agrado e incluso el extra de un muy grato sueldo al mes: una década después, aún llevo los zapatos en los que gasté el primer sueldo de mi vida. El detalle es de egotismo irrelevante pero sirva para conmemorar las aportaciones de otros, el haz de influencias necesario para que nuestra vida sea nuestra vida. He pasado muchos años sin escribir de Urbina por si había injusticia en ejercer de espejo: no trazo ahora un estudio o un perfil sino una apología.

Urbina fue la primera persona a la que vi escribir: generalmente, ponía Radio Clásica, pero cuando sonaba Ligeti sintonizaba –creo- Radio Olé. Escribía cada día, como los viejos monjes, 'nulla dies sine linea'. Escribía por la mañana y por la tarde. Corregía. Tanto contacto doméstico con Urbina no hizo más que agrandarme su figura: todavía, con frecuencia, hay la más dulce detención en el recuerdo si uno piensa en tanta conversación, tanto entendimiento, tanta minucia de anecdotario. En realidad, tanta deuda. Mínimo Eckermann, espero algún día liberar la carga dulce de la memoria: sus gustos, su humor y su carácter, su genio decorativo, las traducciones y las críticas, los aperitivos más festivos, la paciencia con que recibía los poemas que uno le llevaba como los gatos llevan a su dueño el pájaro que acaban de cazar. En cada uno de sus consejos estaba más el hombre sabio que el doctor en derecho y en filosofía. Por supuesto, nunca me levantó el usted.

Compartíamos planta y rencillas con los dentistas del 'establishment' y con una princesa rusa totalmente enloquecida, obsesionada con la basura, que acechaba por la mirilla durante horas para hablarme cuando me disponía a regar –otra vez a regar- el amor de hombre. En la mañana más clara, PAU y yo salíamos a ver esa sierra que es la vocación inconclusa de Madrid. Comíamos nuestras manzanas, magníficas, manzanas de media montaña, cultivadas a setecientos metros de altitud. Por aquellos años, él había editado su mejor libro de poemas, Algún Interminable Mérito, que de inmediato pasamos a llamar Algún Interminable Título. Si en la prosa de Urbina siempre hay un fogonazo de inteligencia y de gracia, su poesía es lírica y alta luz:

Las montañas altísimas,

firmamentos de estrellas,

y una hojita de boj…

Bien, yo entiendo que a ud. no le interesen pero a los poetas les interesan las hojitas de boj. El mundo se sostiene porque hay quien mira las hojitas de boj y no el 'staccato' del NASDAQ.

 

Urbina tiene la mirada transparente; los años le han ido redondeando de felicidad pero en su juventud asustaba: era un Juan Bautista, un ser simplemente espiritual, irradiante de algo ajeno al mundo. Todavía mantiene la voz grave, matizada por la tonalidad peculiar del acento mallorquín, como una cercanía. Por supuesto, le ha interesado más escribir que triunfar: manejé su correspondencia el suficiente tiempo como para saber que trataba a sus amigos como amigos y no como escalones. Era puro. No transigía. No buscaba palmadas en la espalda. No llamaba. No pedía. Era ajeno en la medida en que estaba entregado pero la entrega no le quitó esa cordialidad de la generosidad intelectual. Ni le obsesionaba el de arriba ni desdeñaba al de abajo.

De El Viso a Serrano, Urbina caminaba con su bufanda y unas gafas setenteras que el capricho del tiempo ha devuelto a la moda, ser gloriosamente inactual. La gente estaba en el ir y venir de sus negocios pero él había sido tocado por la dicha y la dignidad del escribir: costara lo que costara, sabía que era una clandestinidad superior, un privilegio. Por eso él miraba las acacias y los pájaros donde tantos irían tramando -vergüenza del mundo- maquinación y mezquindad. La escritura siempre ha sido, para él, ‘la mejor parte’. Tenía la verdad de la debilidad, seguramente.

Había algo de maestro en el Urbina que me regalaba unos cuadernos fabulosos por más que uno -por supuesto- no escribiera ni una línea. De aquellos días sé mejor cómo era él que cómo era yo. No me vale la pena el recordarlo. En todo caso, hay una misericordia en la memoria, en esas mañanas que no van a volver, cuando de despacho a despacho me llegaba un sonido de tecleo y de música de radio. Es un poco de alegría real frente al sentimiento de lo inútil. Hombre sin móvil, la última vez que lo he visto, le pedí que dejara el teléfono y saliera al balcón a saludar. Le cogí escribiendo, por supuesto.

Si de Urbina apenas soy capaz de contar nada, sólo contaré lo que una vez me prohibió contar, quizá porque probaba su cierta naturaleza de excepción: durante un invierno de su juventud, Urbina atravesaba una crisis muy negra del espíritu y una noche, casi abandonado, llegó a pedirle a Dios una señal. A la mañana siguiente, se levantó para ver en su ventana la única, la primera flor en la rama de un almendro. Entonces comprendió.

Desde ese momento ha seguido el pequeño camino que siempre hace aquel que escribe, un camino que discurre paralelo al mundo y no dentro de él. Ahora está enfermo aunque ha de mejorar. Onorate l’altissimo poeta.

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