Urinario selecto

Han traído a Burgos una exposición de Duchamp que, entre otras obras, incluye el célebre urinario cuyos orificios de desagüe han filtrado todo el caudal del arte producido desde entonces. Ese entonces fue 1917. Se celebraba en Nueva York una muestra de la Sociedad de Artistas Independientes, y el autor presentó, con el título Fountain y firmado bajo el pseudónimo «R. Mutt», algo que tenía todo el aspecto de ser un soberano mingitorio. Allí fueron el escándalo y la adquisición del billete a la inmortalidad, que a veces van parejos. Duchamp, con una ocurrencia de calado, había vuelto las nociones estéticas del revés.

Al saber que estaba aquí la pieza artística más revolucionaria del siglo XX, me sobrevino una incontinencia de fetichismo cultural. ¡Tenía el urinario de Duchamp a diez minutos! Cuando llegué a la Casa del Cordón, donde se exhibe, por fin pude aliviar tanta urgencia diletante acumulada. Modesto en su cualidad de sanitario inútil, y a la vez altivo en la vitrina, allí estaba, bajo los focos. ¿Cómo abordar su contemplación? ¿Componiendo la gravedad ceñuda del gesto, para subrayar lo solemne del momento? ¿Deslizando la mirada voluptuosamente por las pulidas y asépticas formas de ingenio fontanero? ¿Valorando sus cualidades plásticas, los contrastes entre el blanco casi alabastrino de su loza y el negro de los conductos, más el de la tinta que lo rubrica por uno de sus costados?

Básicamente, no. No hagamos el primo. El único disfrute verdadero que permite el urinario es de tipo conceptual. Y aun así todo es el eco del eco del estruendo primigenio. Comenzando por el principio, Duchamp declaró a propósito de este objeto, de este ready-made: «Que el señor Mutt haya construido con sus propias manos la Fuente o no, carece de importancia. Él la ELIGIÓ. Cogió un artículo de la vida cotidiana y lo colocó de modo que su significado utilitario desapareciera gracias a un título y un punto de vista nuevos». Primer eco: la intensidad de aquella transgresión inicial nos llega muy amortiguada, a causa de todas las transgresiones crecientes que han venido después.

Por otro lado –segundo eco–, el urinario que nos es dado contemplar hoy no es el de 1917, sino una de las réplicas que el propio Duchamp encargó en 1964 para una exposición retrospectiva en Milán. Es decir, que la emoción inevitablemente atenuada ante lo que ya no es novedoso, en este caso ni siquiera puede compensarse con la irradiación muda y prestigiosa de lo que por lo menos es original. Para entendernos, aunque no sea equiparable, hoy al Ford modelo T lo consideramos una antigualla tremenda, pero al verlo expuesto en un museo del automóvil nos interpela de algún modo por lo venerable, a no ser que se trate de una réplica de los años setenta, por ejemplo.

Habría que consultarlo con la señora Luisella Zignone, propietaria de la colección que se muestra ahora en Burgos, pero no estaría mal revitalizar el espíritu dadaísta, ya del todo metabolizado, que informó en su momento la obra de Duchamp. Ese urinario de vocación rompedora está pidiendo a voz en cuello por sus conductos sin empalmes que lo saquen de la vitrina, lo planten en la pared –o en el suelo, porque siempre se ha expuesto en horizontal–, y que alguien, en la propia sala de exposiciones, aporte el caño para que se haga realidad algo tan explícitamente proclamado y, sin embargo, nunca cumplido: convertirse en la fuente que dice ser.

 
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