El fotógrafo Yann Arthus-Bertrand toma posesión de su sillón académico con una espada ensartada de basura

Como es tradicional, el nuevo académico entró bajo la cúpula de la Academia al son del redoble de tambores. Y uno de sus nuevos cofrades, el cineasta Pierre Schoendoerffer, fue el encargado de pronunciar el discurso de bienvenida.

Schoendoerffer recordó la juventud burguesa del fotógrafo, un dejarse vivir que no se vio inmutado por los acontecimientos de Mayo del 68. Pero sí por su esposa, Anne, propietaria de un terreno de caza reconvertido en reserva natural de animales, que fue la que primera que le puso en contacto con la naturaleza. También habló de los años en los que se instalaron en Kenya, donde Arthus-Bertrand se improvisó como guía de safaris fotográficos, hasta que, fascinado por los animales, pero especialmente los leones, y tras adquirir el permiso de conductor de Montgolfier, comenzó a poner remedio a su insaciable curiosidad.

Schoendoerffer resumió rápidamente esos tres años en contacto con los leones, durante los que Arthus-Bertrand fue capaz de pasar horas inmóvil para captar la imagen deseada. Y de qué manera, a su regreso  a París publicó su primer libro, “Leones”, y comenzó a ser  reconocido como uno de los mejores fotógrafos.

Salvo la publicidad, todos los temas pasaron por delante de su objetivo. Hasta que en 1994 llegó una de sus obras maestras, “La tierra vista del cielo”. Apadrinado por la UNESCO realizó un inventario de los más bellos paisajes del mundo vistos desde el cielo.

Yann Arthus-Bertrand tomó la palabra a su vez para confesar que se sentía sometido a un rito de iniciación tribal. “Yo que nunca me he considerado como un artista” y que “poco sabía de la Academia…”, confesó impúdicamente. Pero poco sabían quizás también los académicos del trabajo de Arthus-Bertrand, que durante media hora les contó, porque fue más un cuento que un discurso, la paciencia aprendida durante los días y meses que estuvo siguiendo a una leona en compañía de su mujer; el orgullo aplastado en presencia de los gorilas, que acabaron durmiendo con la cabeza posada sobre uno de sus pies; o el descubrimiento de que la distancia impide la compasión, tras compartir 24 horas con una familia de Mali esperando una solución para su helicóptero averiado. De aquel día ha surgido un nuevo proyecto “Millardos de Otros”, una exposición vídeo prevista para el año que viene en el Gran Palais, con miles de vídeos en los que personas del mundo entero hablan de temas universales como la vida y la muerte, el amor y el odio, o la alegría y la pena.

“Si tengo que elegir entre el estetismo y el humanismo, ya sabéis de qué lado estoy”, espetó Arthus-Bertrand, dando fe de que “el compromiso da la felicidad”, y para ilustrarlo recordó su visita a un pueblecito de India donde le dijeron que fuera a ver a una monja francesa: “Tenía 80 años, cuando llegué estaba ayudando a morir a un leproso. No tenía nariz, no tenía orejas, ella le mecía entre sus brazos, le hablaba, le abrazaba, resplandecía. Ella le acompañaba y yo lloraba”.

La ceremonia concluyó en el patio de la Academia, con la entrega de la espada de académico, diseñada por Philippe Starck. Una espada al estilo “art recup” (de recuperación), que hace parece un pincho tras pasar por un terreno de detritus, y en el que han quedado insertados un yogurt, una lata, una botella de plástico, un tuvo de pasta de dientes y una bombilla, cinco objetos que contaminarán menos el planeta.

 
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