El salmón

La cuestión es igualarnos. Reducirnos. Deshacernos. Hasta un Ministerio de Igualdad, tenemos. No importa igualdad a qué, o a quién. Sólo que limemos nuestras aristas. Que seamos menos. Que rebajemos nuestro brillo. Que conformemos nuestro pensamiento con el de la mayoría. Que callemos. No hay un objetivo, ni un proyecto. Sólo anularnos. Confundirnos. Envenenarnos. Asfixiar al individuo. Maniatar su libertad. Es el largo camino hacia lo colectivo. Cansino recurso, denso destino: ninguna parte. Son las mismas ideas marchitas, que vuelven una y otra vez, por la inmutable estupidez del ser humano. Pero es una gran mentira. La igualdad que se agita hoy es falsa. Algo que cuando se impone sólo genera exactamente lo contrario, desigualdad.

La mayor parte de los políticos españoles en activo desconocen que sólo puede medirse la igualdad entre cosas que no son iguales. Muchas veces las diferencias saltan a la vista. Fidel Castro y Natali Portman. No parece difícil distinguirlos. Si va corriendo delante de los periodistas, es Portman. Si va corriendo detrás, es Fidel. En muchas ocasiones las diferencias no pueden percibirse a simple vista. Rajoy y Zapatero. La distancia que separa sus discursos no resulta tan evidente. Suponemos que la hay, porque la teoría dice que allá donde hay individuos, hay discrepancias. Y menudos individuos son éstos. Pero no siempre podemos palparlas por los sentidos. Se esfuerzan, de hecho, para que no lo consigamos. De la ambigüedad de sus palabras dependen varios puñados de votos.

Muchas de las diferencias que dan color a la tierra son naturales e inevitables. Por eso es una tontería criminalizarlas sin más. Nos convencen con facilidad con ruidosos argumentos: nos dicen que la causa de la pobreza es el reparto desigual de la riqueza, pero no se han parado ni un minuto a pensar qué es la pobreza, qué es la riqueza y dónde está el origen de ambas. Lo plantean como si riqueza y pobreza fueran cifras inamovibles. Como si no hubiera políticas o acciones capaces de cambiar el curso de la historia, capaces de generar más riqueza, de producir más. Como si todo pudiera arreglarse imponiendo igualdad en el mundo entero a golpe de ley. De nada ha servido la experiencia pasada. Esa que nos recuerda que siempre que alguien ha querido convertir a la fuerza alguna zona del mundo en un merendero común, sin más ley que la imposición de la igualdad oficial, ha terminado cavando aterradoras zanjas donde lo único igual es el destino de los que discrepan.

Algunos piensan que el objetivo de un buen gobierno es eliminar todas las diferencias entre los ciudadanos, cuando lo mejor que puede hacer un gobernante, si quiere complicarse la vida, es luchar contra la injusticia y empeñarse en respetar la libertad individual. Pero no suelen hacerlo. Es más bonito el discurso de la igualdad. Ese discurso frágil en el que terminan confundiendo al individuo con sus derechos y a la persona con sus sentimientos. Todo por la manida igualdad. Diseñan y firman leyes inútiles desde la desigualdad más notoria, pero convencen a las mayorías con pomposas palabras y fotografías oportunistas. Y las mayorías encantadas. Iguales. Igualitas.

Este elogio desmedido a la igualdad, que se corea en el Parlamento y se impone en las calles, hace tiempo que genera un creciente desprecio al individuo. Lo individual está mal visto. Todo ha de ser colectivo. Al final el individuo y su libertad, quedan marginados. Su espacio privado, su familia, ya no le pertenecen del todo. Parece que no hay mérito personal que valga. Que no hay riqueza lícita. Que no hay ninguna conquista individual de la que se pueda disfrutar con calma. En realidad, todo esto es otra fuente de desigualdad. Pero esa es una desigualdad que no interesa. Que no vende. Prescindible. La del que se arriesga a tener criterio propio. La del que piensa por sí mismo. La del que pelea por dotar de valor individual a cada hombre sin reducirlo a una cifra. La del que respeta la misma libertad de la que quiere disfrutar. La del que no traga con sandeces políticamente correctas a cualquier precio. La del que quiere llegar al fondo de los debates ideológicos más importantes. La que tildarán de insolidaria e insostenible. La incómoda. La del que molesta al poder. La del que nada a contracorriente. La del salmón.

 
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