¡Oh, triste Navidad!: Charles Dickens y Francisco Sancha

Son días estos de parloteo matutino en el ascensor, de armisticios vecinales, urbanidad añeja en el metro y accesos de altruismo en hora punta. Días con carga ilimitada de indulgencia en los que hasta los evasores de sonrisas parecen dispuestos, por una vez, a tributar por tan preciado capital. Es lo que tiene la Navidad, que le enciende a uno esa hoguerita del alma y dan ganas de esponjarse como un copo, de tirarse a hacer angelitos en aquel mézclum de jerséis de renos, buenos sentimientos y grandes temas de Celine Dion.

Aunque la Navidad también tiene mucho de melancolía. De esa felicidad que se cuartea como la fantasía lacada del adorno. Como si de tanto forzar la máquina cual Draghi del alborozo (que por otra parte es calcadito al gato de Cheshire) acabáramos obteniendo justo lo contrario: desazón, inflación de tristeza.


Charles Dickens tenía una habilidad privilegiada para retratar la 'otra' gran emoción navideña. Aquella que habita en los cristales empañados de la memoria, en el alfeizar de los anhelos incumplidos, en la dorada ventana del hogar que el tiempo y la mezquindad borraron. O del que nunca fue tal. El invierno dickensiano cala más allá de los huesos como un frío escarpelo que se abre paso por entre los meandros del alma, donde el dolor y el miedo, para acabar topando con el cogollo mismo de la condición humana: dignidad, odio, coraje, rebeldía. Ternura. Dickens tejió con exquisita ternura un nutrido tapiz de historias y personajes con el que todavía hoy crecen los británicos. Y lo iba desplegando muy poco a poco, mediante un goteo folletinesco que hizo contener el aliento en más de una casa de la Inglaterra victoriana.

Justo como el avaro que a menudo pobló sus novelas, aquellos hogares contaban, releían, atesoraban, celebraban cada reluciente entrega como si de una nueva pieza de cobre se tratara. Eran relatos de su tiempo, de aquella zaína y chimeneante revolución industrial, era darwinista donde las haya. Con sus protagonistas tropezaba el autor a diario al salir de casa, al doblar la esquina, camino del teatro o al visitar a su manirroto padre en prisión. Eran aquellos obreros hoscos de los slums, aquellas jóvenes desnutridas que mendigaban lastimosas un penique en Candem Town. O las que se vendían por dos.

Padecía insomnio, por lo que aprovechaba estas vigilias para deambular de madrugada por el Londres de la inmundicia: Bethnal Green, Safron Hill o las hediondas, ruidosas, malsanas calles de East End o St. Giles. Por éstas u otras campaban los poor boys: raquíticos pícaros de gorra raída, huesudo descaro y enormes ojos mendicantes. En ellos creyó verse Dickens con doce años etiquetando tarros de betún para echar una mano en casa. Jamás fue menos que clase media pero siempre empatizó poderosamente con los débiles, menesterosos y víctimas del sistema cualesquiera. Los recortaba con mimo sin despegarlos de su desdicha para coserlos luego a sus ficciones convertidos ya en héroes y arquetipos morales. En cambio, coleccionaba villanos entre el poder y la burguesía a los que caricaturizaba hasta el punto de hacerlos no ya cómicos sino dignos de compasión: y es que más que crueles eran seres atormentados, tristes, solitarios, avillanados por el afán de riqueza o la ambición -venenos del alma en el universo del autor. Quizá por ello en sus historias dejaba un reguero de oportunidades de redención, de retorno a la pureza. Ebenezer Scrooge se aferró a la suya y sobrevoló sus miserias en camisón. Igual que surcaban la noche, casi un siglo más tarde, los niños perdidos de James Matthew Barrie, vecino de isla y nacido diez años antes de la muerte del gran novelista, probablemente caminó sobre esta idea convirtiéndola en los pensamientos felices que abrían ventanas mágicas y daban alas a Peter Pan.

Menos indulgencia gastaba Dickens con la clase política británica a la que dedicaba irónicas tribunas de prensa con párrafos que -salvo por la peluca- serían perfectamente extrapolables a nuestros días. Así describía los prolegómenos de los plenos en Wenstminster:

“Están llenos de parlamentarios, (…) todos hablando, riendo, ganduleando, tosiendo, (...) presentando un conglomerado de ruido y confusión imposible de encontrar en ningún otro lugar, ni tan siquiera con las excepciones de Smithfield en día de mercado...”

Lo escribió durante su etapa como cronista parlamentario en diarios como el Mirror of Parliament. La experiencia le moldeó, agudizó su innato talento crítico y le abrió, más si cabe, el apetito de denuncia social. Tanto que con 27 años aquel 'indignado' autodidacta era ya el novelista más afamado de Inglaterra.

 

Salvando ingentes distancias, en España hubo un hombre que desde su humilde arte gráfico conectó como pocos con aquel universo dickensiano. Fue un siglo después, y ni nuestro paisano era Dickens, ni su suerte mínimamente aproximada a la del inglés, ni aquel Madrid aguantaba parangón con el Londres victoriano: seguía siendo aquel “poblachón manchego” del que Cela abominara, capital de una nación desnortada y plañidera, barojiana. Un Madrid de traperos, timadores, ratas y niños tullidos, de mendigos y faroleros, tabernas infectas y caóticos arrabales donde echaban raíces la injusticia y la enfermedad. No era precisamente un lugar donde la vida cotizara al alza pero para alguien de la sensibilidad de Sancha -o Dickens- el encanto de aquel muestrario de miseria era inapelable. Lo retrató para Blanco y Negro en cáusticas viñetas que arrancaba del semanario quien no quería ver. No rebajaba un ápice el gouache aquella sátira poderosa, goyesca, tragicómica, todavía hoy fresca sobre el cartón.


Me viene a la memoria uno de los dibujos que pueden verse en el Museo ABC hasta finales de enero: una mujer rota de dolor arropa a una niña pequeña mientras llora desconsolada a quien parece su hijo difunto o su marido, tendido en el suelo. Al fondo, más familias, mismo duelo: gritos, brazos en alto, llantos, desesperanza. En primer plano, Maura aclara la escena: “No es nada: Mineros muertos, puede el viaje continuar...”

Comentarios