Bares

Se barruntaba simplemente al salir a la calle, con la falta de certeza aún que daba la ausencia de datos. Los ha aportado el anuario económico de La Caixa, y el barrunto se ha vuelto confirmación. Entre 2008 y 2012 han cerrado más de setenta y dos mil bares en España, lo que supone uno de cada cinco. Conforta saber que continuamos siendo el segundo país, por detrás de Chipre, con mayor proporción de bares —tocamos a ciento sesenta y nueve habitantes por cada local—, pero esta disminución se siente casi como una merma de idiosincrasia, como si al toro de Osborne le quitaran a partir de ahora un cuerno y el rabo: ahí seguiría, sí, pero menos airoso.

Anda que no nos gusta a los españoles alardear de caña/tapa cuando salimos por el ancho mundo. Bueno, pues a partir de ahora tendremos que alardear un quinto menos. La crisis nos lo va sustrayendo todo, hasta el orgullo de sabernos superiores en las artes del vivir. Asfixiados de austeridades y productividades, el bar se ha vuelto moralmente sospechoso —en realidad nunca ha dejado de serlo—, porque media hora que se pasa allí dentro es media hora que presupone un gasto en consumición, y media hora además durante la cual no se trabaja. Schluss damit! Ya está bien de tanto despilfarro y tanta ociosidad.

Dígase lo que se quiera, el bar está en el centro de la antropología nacional. Incluso la evolución de hábitos y caracteres puede seguirse en la distancia que separa la tasca pavimentada con salivazos y peladuras de gamba, del llamado gastrobar, donde si se le cae a uno el champiñón al suelo no hace falta ni el paripé de soplarlo para comérselo. Son dos extremos de un mismo tipo de establecimiento, porque comparten la esencia, que es la práctica de una suerte de comunión social. De hecho, a los asiduos a un mismo bar se les ha llamado tradicionalmente parroquianos. Una parroquia laica, jovial, trasegadora.

En relación con la noticia cierrabares —literal— que estamos comentando, el otro día un señor decía en la tele que una cerveza te la tomas en casa y, hombre, te sale más barata y encima estás más a gusto. Con esa bajura de miras, dentro de una década, menos rubios y con mayor deuda hipotecaria, sí, pero acabamos todos noruegos. Yo paso. Quiero seguir viendo cómo la luz de un bar es la primera de toda la calle en encenderse cuando aún no ha amanecido, y cómo es la última en apagarse cuando ya hace rato que se ha hecho de noche. Y quiero que en esos barrios casi inhóspitos de la expansión inmobiliaria, donde cada bajo es una lonja que se alquila, apenas haya otro indicio de vida que un bar, el primer local comercial que se inaugura: la colonización alegre de la penúltima frontera urbana, donde ha de haber siempre una barra, el periódico del día y un amable qué le pongo, caballero.

 
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