César, el pianista

Perdidos en la gran ciudad. De pronto, una luz en la noche. Un bar. El amarillo envejecido nevando en cada esquina, el swing colgando de las paredes. Estaban muertas las azucenas del corazón dormido del portal de al lado. Pero nada nos importan esas flores ahora. Aquí suena negro, a muerte, a fuego. Lanzados, escaleras abajo, que el día araña la espalda. Al fondo, el final, creíamos. Pero no. Al fondo, el comienzo. Las teclas, el sonido negro y azul marino, y la voz. Delicias de madrugada en envoltorio de lujo de tiempos lejanos.

La idea de tocarla otra vez fue mía. “Avería y redención”, de Quique González, era un tema casi inédito –por pocas horas-, y por eso la pedíamos y volvía a sonar una y otra vez. Con sus chicas de la lavandería. Con sus precauciones. Con sus gramos de insatisfacción. El sonido del piano era el original, el del disco, pero en vivo. Me habría gustado que Quique estuviera en una mesa escuchando aquella inmensa versión. Era la segunda canción que admirábamos y la noche había sacado ya a relucir su mejor sonrisa. Él tocaba casi desde el otro lado del mundo; su público éramos su amiga –guitarra en mano-, Isaac -el dueño-, la camarera y nosotros tres.

Después siguió la música. Con luz de miel en los espejos del bar. Con faroles de tristeza haciendo sombra en nuestros rostros. Se las sabía todas, pensamos. Le bailaban los dedos sobre las teclas como si nunca más fuera a amanecer. Y sonaba tanto Pereza, como Deluxe, como Piratas, como Quique González. Eso del Laboratorio Ñ, metido en un tubo de ensayo, y hecho realidad en un solo piano y una sola voz. Creíamos ver a Quique, a Rubén y Leiva, a Xoel y a Iván vagar por el lugar. Tal vez su duende andaba por allí. Entre los faroles y las añoranzas. Entre las burbujas de tantas resacas de acordes como duermen sobre aquellas mesas. En un lugar secreto pero confesable. En un lugar donde siempre huele a espagueti a la misma hora. Y siempre es muy pronto para irse, aunque sea tardísimo.

No es la primera vez. No. No es la primera vez que surge la magia entre las fotos en blanco y negro de los clásicos, mezcladas con las de Josu García y Pablo Martín. No es la primera vez allí, pero sí de esta manera. Con un piano sonando a cielo, con una voz rasgando con frialdad el silencio de la madrugada. Clamando al cielo por unos acordes. Dando la vida por una canción. Entonando el cántico definitivo, la gloria a cada tema. Llegó “M” de Los Piratas. La que está tranquila porque dice que es mejor. Llegaron las “Colillas en el suelo”. Las que nadie quiere limpiar. Llegaron tantas cosas que me cuesta recordarlas.

Cuando se apagó la noche, y la resaca de estar en vela, me sumergí en mis fuentes, en busca de datos e identidades. Necesitaba poner un nombre y un pasado a los rostros de aquella noche de ensueño, de aquellas horas de gloria. No fue difícil. El pianista anónimo es alguien a quién ya conocía, de los créditos de los discos, de las historias que siempre cuentan los artistas cuando llegan entusiasmados de algún estudio, de algún proyecto. Era un viejo conocido al que, sin embargo, no conocía de nada. Indagando, caí en uno de sus antiguos grupos, Le Punk, una banda a la que aún no había dedicado tiempo. Y qué grata sorpresa fue encontrarme con “No disparen al pianista”. Un disco que, además de tener un título extraordinario, explica por sí mismo la talla del pianista al que tuve la suerte de ver tocar la otra noche.

“Se llama César y es el nuevo teclista de Pereza” es lo que me dijeron al salir del bar de las ilusiones. Pero eso no tiene nada qué ver, pensé. Tal vez ahora se haga más popular por estar con Rubén y Leiva. Vale. Pero su biografía está llena de éxitos, sean o no populares. Desde Los Débiles hasta Le Punk, pasando por sus dotes de composición y por los extraordinarios teclados del último disco de Deluxe.

Pero nada de esto tendría importancia si no nos los hubiéramos encontrado aquella noche, a esa hora en la que nadie debería estar despierto. Aunque esa noche creíamos que, más bien, a esa hora nadie debería estar durmiendo. Y es que músicos así –entregados a su música y a quien tenga la suerte de encontrarse con ella- te reconcilian con la música. Y, si además amanece soleado, hasta te pueden reconciliar con la industria musical. Y te das cuenta de que aún merece la pena pelear. Porque aún quedan románticos vivos. Románticos vivos que entonan tan bien como Quique González eso de “me pegué un disparo para ver que ya no me dolía”.

Aún quedan músicos de verdad, que te obligan a parafrasear con intencionadas mutaciones el título de su propio disco: por favor, no disparen nunca al pianista. Al menos, si se llama César, “César Pop”.

 
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