Estatuas de sal… en la herida

El jueves, de madrugada, se retiró por orden del Ministerio de Fomento la estatua ecuestre de Franco que presidía desde un costado la madrileña plaza de San Juan de la Cruz. Esa misma noche se estaba celebrando una cena de homenaje a Santiago Carrillo por su nonagésimo cumpleaños. Le regalaron al hombre de la peluca un peluco de plata, un libro de recortes de prensa y, para concluir la velada, a modo de fin de fiesta…

¿A modo de fin de fiesta? Nada de eso, que según Caldera fue pura casualidad lo de la remoción estatuaria en coincidencia de tiempo y casi de espacio con la cuchipanda. No olvidemos que, según Zapatero, sólo llevamos un año (neto) de derechos tras los ocho (brutos) de derechas, o sea, muy poco, y que bien mirado, las noches que tiene un año no son tantas: se pueden contar con los dedos de una… o de setenta y tres manos. Difícil, pues, evitar la casualidad en la aplicación de dos “derechos” tales como agasajar al dirigente comunista y liquidar simbólicamente a su enemigo.

El pretexto oficial del Gobierno para justificar el levantamiento y traslado de la efigie ha sido el acometimiento en la zona de obras relacionadas con el llamado “Túnel de la Risa”, que pasa por allí. En ese caso, digo yo, a lo mejor se deberían retirar también las estatuas de Indalecio Prieto y Largo Caballero, que están justo a la vuelta de la esquina, en el Paseo de la Castellana. No vaya a ser que con tanto peso se nos hunda la excavación. Y si se trata tanto de razones de peso, literalmente hablando, tampoco faltan otras razones de peso. 

Los responsables socialistas afirman que nos les gustaba nada la presencia de la estatua de Franco. Del mismo modo, muchos españoles podemos replicar que nos producen parecido rechazo las de dos señores de muy dudoso o nulo talante democrático. Sobre todo Largo, autodenominado “el Lenin español”, que declaró abiertamente antes de los comicios del 36: «Si triunfan las derechas (…), tendremos que ir a la guerra civil declarada. Que no digan que nosotros decimos las cosas por decirlas». Y dicho está, y escrito queda (El Liberal, Bilbao, 20 de enero de 1936).

Es como mínimo superfluo andar a vueltas con las estatuas, que son el pasado, la historia: ni andan, ni hablan, ni siquiera puede con ellas hacerse vudú retroactivo al personaje que representan. Dejémoslas estar, pues. Pero si se opta por la estúpida elección de retirarlas, no tiene sentido aplicarles un doble rasero: o todas o ninguna. Porque si no, lo único que se consigue es –echando mano de una imagen empleada por nuestro inspirado presidente– echar sal en la herida. La Transición no era eso.

 
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