Pinganillos

La palabra “pinganillo” resulta resbaladiza. Más aún si se emplea fuera del contexto de un plató de televisión. No se me ocurre nada más alejado de un plató de televisión que el Senado. Por eso hubo tanto revuelo el martes en los baños de la Cámara Alta. La frase introductoria “a Martínez se le ha caído el pinganillo” generó cierta alarma. La exclamación “a Martínez no le funciona el pinganillo” sonó aún más inquietante. Pero el estupor se apoderó de los presentes cuando alguien exclamó “¡a Martínez se le ha roto el pinganillo!”. Por eso yo prefiero hablar de “auriculares” o “cascos”. Pero al parecer, las traducciones del catalán al español se realizan mejor con “pinganillo” que con “auriculares”. Y lo de los “cascos”, desde el SMS de Génova de hace unos días, nadie se atreve a mencionarlo. Así que dejémoslo en “pinganillos”, aclarando que nos referimos exclusivamente a su acepción académica, recientemente revisada por las autoridades lingüísticas: “aparato comúnmente utilizado para derrochar 350.000 euros anuales de dinero público de manera impune y persistente”.

El pinganillo está de moda gracias al Senado, donde ahora sus señorías se lo enchufan y ponen cara de estar escuchando atentamente al señor Ramón Aleu, cuando en realidad lo están gozando con los últimos éxitos de Black Eyed Peas. El interés por escuchar los discursos de los políticos en gallego, en euskera y en catalán ha desbordado todas las previsiones. Me cuentan mis informadores que nunca se ha dado en la capital de España una concentración tan grande de iPods funcionando como en la última sesión de la Cámara Alta. Las mismas fuentes apuntan a un incremento en Madrid de las descargas musicales de iTunes de un 700% durante el primer día del Senado multilingüe. Sin duda, el pinganillo ha sido un éxito. Para la industria discográfica. Entre conectarse al canal oficial para escuchar a los senadores haciendo el indio Cherokee, o enchufar discretamente la clavija al iPod, yo también elegiría lo segundo. Bien pensado, por librarme de escuchar los discursos de los senadores, sería capaz de enchufarme a cualquier sitio, incluso al aparato de aire acondicionado. Seguro que su zumbido resulta menos irritante que los discursos de sus señorías.

Algunos políticos han mostrado su oposición a la utilización de pinganillos en el Senado. Es el caso de Alfonso Guerra, que lo considera “innecesario” “porque todo el mundo entiende castellano”. “Es evidente, cualquier persona sensata lo sabe”, dijo. Me pregunto por qué los políticos sólo apelan a la sensatez y al sentido común cuando ya no tienen responsabilidades dentro de la política nacional. Otros han dado muestras de su valentía y coherencia en este asunto. Es el caso de Bono, que ha mostrado una vez más que cuando se trata de jugársela por el bien de los españoles, su temeridad pone la piel de gallina. “Tengo una opinión, pero es mejor que no me pronuncie sobre lo que hace una Cámara que tiene todos mis respetos”, ha declarado. Valiente, bravo, torero. Bono.

Por su parte, el nacionalista Anasagasti está muy afectado por ciertas burlas que han rodeado a la entrada en escena de los pinganillos de los senadores. Lo lamento enormemente y comparto su desconsuelo. Ha señalado además que si las lenguas son “tema de burla” 30 años después de aprobarse la Constitución, es que el estado de las autonomías “no está aceptado”. Confieso que nunca he estado tan de acuerdo con el señor Anasagasti. Pero me gustaría puntualizarle algo (encienda el pinganillo, si es tan amable): por supuesto que el estado de las autonomías no está aceptado. De hecho, hemos llegado a un punto, 30 años después de la Constitución, en el que resulta completamente inadmisible (ya puede apagar el pinganillo).

 
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