Sin complejos, con simplezas

Tengo cada vez más recelo de quienes se declaran algo, lo que sea, sin complejos, cuando de ahí se deriva una pauta de comportamiento o un sesgo obsesivo desde el que enfocar la realidad. Que un whisky –por el que uno siente el aprecio de lo coterráneo, al destilarse en Castilla– se publicite afirmando que sus consumidores son «gente sin complejos», no tiene más relevancia práctica que la que quiera dársele a un eslogan comercial. Sin embargo, que desde determinados medios de comunicación se presente la falta de acomplejamiento en diversos sentidos como una meritoria seña de identidad, suele conllevar un afán excesivo para quedar a la altura de la desembarazada proclama. Lógicamente, si se aduce un rasgo así para diferenciarse de la competencia, es porque a esta se la supone encorsetada, y entonces se vuelve preciso marcar las distancias liberadoras aunque sea a costa de lo razonable.

Tomemos como ejemplo el caso de la cadena generalista privada que suele tener mejor acogida entre los espectadores. Su consejero delegado, un italiano jacarandoso, tiene pronunciado un apotegma de lo más expresivo: «Las cifras de audiencia son la ética». Por lo tanto no hay razones para no ofrecer entretenimiento sin complejos, sin escrúpulos vanos, sin barreras mentales. Como ningún otro canal ha comprendido aún a fondo –aunque varios están en ello, a otras velocidades– el axioma de la televisión óptima, es una pena que nos estemos perdiendo contraprogramaciones aún más audaces de espacios como «Mujeres y hombres, y viceversa» o «El juego de tu vida»: con la competencia se afilarían más las aristas del morbo, lo que atraería una mayor audiencia, hecho que a su vez, según el directivo gnómico, causaría un refinamiento ético, cuantitativo por supuesto, que es el que importa. Por ahora Telecinco sigue siendo, en monopolio, de lo bueno lo mejor. 

En un sentido diferente, también causa estragos en ciertos medios la defensa a ultranza de un ideario concreto, a derecha o a izquierda. Claro que es necesario creer en unos valores, argüir en su favor, amonestar a los adversarios –también a los afines– siempre que lo merezcan. Esto va de suyo. El problema de quienes se declaran tal o cual sin complejos es que tienden a practicar todo lo anterior desde la exageración declamatoria en el mejor de los casos, y desde la parcialidad interesada en el peor. Como resultado, se ejerce un periodismo de combate, insistente, monocorde, que solo aguantan los muy convencidos y los del bando contrario, que a su vez sirven de retroalimentación (significativamente, las atalayas «Un paseo por la izquierda» y «La trama mediática» se erigen de manera respectiva en La Gaceta y en Público). Muy de temer es que al abandonar complejos se incurra sin más en las simplezas.     

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FE DE ERRORES. En el artículo anterior, ‘Entre todos’: crisis y morfosintaxis, tuve un lapsus considerable que me señaló oportunamente Fernando Sánchez Martín, y yo se lo agradezco. El pronombre «esto» no es indefinido, como yo decía, sino demostrativo. Cierto y bien cierto. La única razón que se me ocurre para explicar –que no justificar– semejante desliz es que, al ser neutro, «esto» tiene una cierta indefinición referencial, pero está claro que en ningún caso puede por ello clasificarse dentro de la categoría de los indefinidos.

 
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