Tres cosas que Zapatero robó a España

Acudí a la boda de mi confidente habitual con alegría y con más alegría salí. Por fin una boda como Dios manda. Y además, sin que sirva de precedente, estaba a favor de la novia. Milagroso. Desde entonces no le he visto el pelo. Fue en septiembre, en una iglesia preciosa cuyo nombre no recuerdo, y en el Ritz. Lo pasamos bien. Al menos, los invitados. Ron rico. Buena música. Buena gente. Lo anormal en una boda. Al salir, me despedí de mi confidente, y acompañé a Jesús a comerse un sándwich mixto, para solventar una serie de problemas de verticalidad que le asaltaron al filo de la madrugada. Fue tan improductivo como lanzar un chocapic a una bañera de whisky. De camino evitamos los cánticos regionales por las calles, porque siempre me han parecido bastante ordinarios. Tampoco hubo exaltación de la amistad. Puede dar lugar a equívocos. En cambio, no resistimos la tentación de hacerle coros al Huracán de Pereza en el taxi de vuelta. Rock and roll star, sale a vacilar. Madrid de noche en taxi es como una canción de los Stones.

Desde aquella madrugada nupcial no he vuelto a ver a mi confidente habitual. Por eso no traigo sus historias a esta columna. Sé que le va bien. Faltaría más. Buena mujer, buena vida. Nos escribimos por correo y seguimos discutiendo, para no perder la costumbre. Aborrezco su afición sobreactuada por Mariano Rajoy. Me parece que sentir entusiasmo por el carisma de Mariano Rajoy es como sentirlo por el número pi. Otras virtudes tendrá, sin duda. Compartimos una cierta visión de España, uno código moral, y unas ganas enormes de enredar. Nuestra división es más bien formal. Discutir es como respirar, aunque estemos de acuerdo en lo esencial. Y nos contamos todo lo que no se puede contar. Por eso es mi confidente. Si no, sería sólo mi amigo.

El carácter español consiste en el enfrentamiento constante. Ya lo saben. Pero aún en la disputa, en la pugna, hay grados. Mi confidente y yo somos capaces de enzarzarnos durante horas con algún asunto político, y terminar a gritos en cualquier restaurante, pero luego brindamos juntos a la vuelta de la esquina. Sin rencor. Admito que somos un poco primitivos, pero no me gusta milimetrar las consecuencias de mi carácter. Se trata de una filosofía de la amistad como otra cualquiera: sólo eres, si eres como eres.

Frente a la división informal, incluso intrascendente, que separa a mi confidente habitual de mi propia visión del mundo, existe otra, que es en realidad enfrentamiento. Competencia de rencores y odios. Una división pegajosa, que cada vez que sale a relucir en la historia de España, nos hunde. Una división que duele, que provoca aburridísimos debates llenos de eslóganes de partido. Sólo un gobernante increíblemente irresponsable podría potenciar ese enfrentamiento de consecuencias imprevisibles. Y eso es lo que nos ha tocado sufrir en estos últimos años. Hoy los españoles estamos mucho más divididos. Igualados en la pobreza. Desiguales en todo lo demás. Nos hemos pasado dos legislaturas haciendo lo contrario que cantaba Gloria Estefan. Dos legislaturas cerrando puertas, abriendo heridas.

Dice Mariano Rajoy, probable próximo presidente de España, en sus carteles electorales, que lo primero es el empleo. Y no es cierto. No es el empleo. Lo primero es recuperar el sentido del humor. Lo segundo, la reconciliación. Y lo tercero, volver al sentido común. Las tres cosas que Zapatero le ha robado a España.

Llegué a estas conclusiones en la boda de mi confidente, por casualidad. La clave me la sirvió uno de los invitados. Coincidimos en la barra en la hora feliz de la noche. Acabábamos de conocernos dos metros atrás, por un pisotón accidental, que es algo que practico en casi todas las bodas con desbordante entusiasmo. Discutíamos sobre la crisis, sobre la evacuación de Ritz en caso de incendio, y sobre la razón que lleva a los piratas a valorar más el ron que el agua del mar. Lo típico. Llegamos a la conclusión de que el mar les sobra, mientras que de ron sólo llevan unas pocas botellas en la bodega. Bien escaso, zanjamos. Así, pedimos en la barra algo de lo que escasea en altamar mezclado con coca cola, y brindamos. Sonaba de fondo una canción de los 80. Justo antes de despedirse, con la crisis y la evacuación de emergencia del Ritz aún sin resolver, pegó un sorbo a su brebaje, miró a los ojos a la camarera, y exclamó sonriente: “Señorita, lo que necesita este país son más bodas como ésta”. Zarpó y se perdió entre las luces de la pista de baile. Y a su barco le llamamos libertad.

Me quedé pensativo. Ausente. Decidí entonces salir a fumar un cigarrillo a la puerta del hotel. Y una vez allí, rodeado de fumadores y de una enorme nube blanca, recordé que dejé de fumar en el otoño de 2008. Lástima. Dos invitados hablaban del sentido común de Chesterton. Qué ganas de ser fumador y quedarme allí. Humor, reconciliación, sentido común. Todo en envuelto en el humo de un cigarrillo. Ya no hubo más dudas. Lo que necesita este país son más bodas como ésta.

 
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