Un problema de equidad

No queda muy bien anunciar que determinados pecadores públicos deberán abstenerse de participar en la comunión eclesial si apoyan una determinada ley. Esto se debe al menos a dos tipos de razones. Una se relaciona con la idea de la independencia de la representación política respecto a la injerencia del poder religioso. La otra es que, aún cuando algunos ñoños hagan referencia a la teoría del club privado, ( la Iglesia sería una asociación privada que fija los límites de la incorporación y de su abandono) la mayoría sabe que eso no es así . Para un creyente, e incluso para un escéptico, desde luego para la dinámica social en el actual régimen político, el asunto tiene una importancia capital.

A nadie se le escapa que la especial gravedad con la que se sanciona el crimen del aborto en el derecho canónico procede históricamente de la indefensión del nasciturus y de su fragilidad, en cuanto es atacado por los mas cercanos y no puede esperar petición de justicia ni de venganza por quienes en otras circunstancias estarían encargados de su custodia; es decir, de sus padres.

El argumento radical tiende a considerar que la legislación como la que se propone en España se limita a ofrecer opciones, en este caso, la de elegir el aborto sin consecuencias jurídicas, sin que nadie resulte obligado a la práctica. Es más algunos de los ¿católicos? que perpetrarán esta ley se escudan en que, en cuanto aclara, mejora la situación actual. Otra idea que veremos es que las enmiendas a la norma, que reducen su radicalismo,  mejoran la situación peor posible. No es idéntico, pero se parece al razonamiento de la democracia cristiana de Italia, en su momento, que apoyó una ley del aborto por cuanto la de los “otros” sería peor.

Tras decenios de debate abortista y de experiencia en normas que lo fomentan no se puede seguir usando ese argumentario. La legalización del aborto, por ejemplo, presiona sobre colectivos profesionales que pueden verse obligados, bien a colaborar en un aborto concreto, bien a abandonar la práctica profesional. Por otra parte, todo el sistema de salud queda marcado por el abortismo. Las pruebas prenatales, los consejos educativos, la gestión hospitalaria, la presión social, todo ello empuja hacia el aborto a consecuencia de la ley despenalizadora o directamente legalizadora.

En estas circunstancias, resultaría contraproducente, casi farisaico, me atrevo a decir, que mientras quien es empujado a un aborto concreto por desesperación, ignorancia o presión familiar, como ocurre con muchas mujeres, o quien participa por el miserable intento de mantener un puesto de trabajo o la cobardía de no sufrir represalias es excomulgado, en aplicación justa y directa de la sanción canónica, evidentemente tras evaluar sus circunstancias personales según un juicio equitativo, los que han hecho posible ese estado de cosas, esa estructura homicida, ese pecado institucionalizado, puedan seguir siendo padrinos en bautizos, testigos en bodas, comulgantes en fiestas populares, directores de coro kumbaya e incluso teólogos aficionados. Aún peor es que, sin contradicción, mientras objetivamente siguen llenando las arcas de los matarifes nos puedan decir que los buenos cristianos son ellos por su “compromiso” con cualquier causa lejana y descomprometida. Si el análisis moral requiere desenmascarar intereses y voluntades de poder, estos actos que se justifican  por un puesto en las listas, una cesión de competencias, un    carguito o entretener a la oposición en medio del desastre merecen un juicio claro y contundente. Acierta en este punto la Conferencia Episcopal, no sólo por ética sino por estética; no se encuentre la pecadora humillada en su última fila, dudando sin razón de la inagotable misericordia, con que en la primera se pavonea quien, con su voto, favoreció su desgracia.

 
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