Javier Fumero

Una vacuna. La solución es una vacuna

Richard Flavell es biólogo molecular que investiga la obesidad en uno de los laboratorios con más pedigrí: el Howard Hughes de la Universidad de Yale. Lleva varios años buscando una vacuna contra la obesidad.

Claro. ¿Se imaginan lo cómodo que sería comer hasta hartarse y, una vez saciados (o llegados a las puertas del verano), inyectarse una ampolla que nos redujera la tripa hasta dejar esculpido nuestro cuerpo?

Sería lo ideal. Todos los placeres y muy poco esfuerzo. Que la ciencia nos ahorre las privaciones. Que nos evite cualquier sacrificio, porque para algo pagamos los impuestos.

En principio, no me parece mal. Así, en general, sería perfecto. Pero podríamos entrar en una curiosa espiral: sería deseable una inyección contra la corrupción; y una vacuna contra las guerras; y una cataplasma contra la violencia machista; y una píldora contra el egoísmo...

Hay algo perverso en la propuesta del doctor Hughes. Si se busca sanar, es algo noble; no hay ningún problema. Pero existe hoy una corriente de pensamiento que demoniza la adversidad, el esfuerzo, la abnegación. Como si estas notas de la vida fueran precisamente enfermedades.

Sin embargo, digámoslo todo: el sacrificio es muchas veces algo saludable y hasta forma parte insustituible de la educación. No lo digo yo. Lo dice la naturaleza. Me viene ahora a la cabeza aquel cuento del capullo de mariposa.

Cuentan que un día, un hombre encontró el capullo de una mariposa y se lo llevó a casa para poder verla cuando saliera de él. Un día, vio que había un pequeño orificio, y entonces se sentó a observar, durante varias horas, la lucha de la mariposa por salir de aquella celda.

El hombre observó que forcejeaba para poder pasar su cuerpo a través del pequeño orificio, hasta que llegó un momento en el que pareció cesar en su lucha. Aparentemente no progresaba en su intento. Parecía que se había atascado. Entonces el hombre, angustiado y con deseos de ayudar, agarró una pequeña tijera y cortó al lado del orificio del capullo para hacerlo más grande. Efectivamente, a los pocos segundos, la mariposa pudo salir.

Sin embargo, al ver la luz, la mariposa mostró su cuerpo deforme: estaba muy hinchada y dejaba ver unas alas pequeñas, agarrotadas, plegadas sobre sí mismas.

El hombre continuó observando, esperando que en cualquier instante las alas se desdoblarían y crecerían lo suficiente para soportar al cuerpo, el cual se contraería adoptando una forma esbelta. Ninguna de las dos situaciones se produjeron: la mariposa sólo podía arrastrarse en círculos con su cuerpecito hinchado y sus alas dobladas... Nunca pudo llegar a volar.

Lo que el hombre en su bondad e ignorancia no entendió fue que la restricción en la apertura del capullo, y la lucha requerida por la mariposa para salir por aquel diminuto agujero, era el instrumento por el que la naturaleza dotaba de fortaleza al insecto y forzaba que los fluidos llegaran hacia sus alas, para que se hiciesen grandes y fuertes y luego pudiese volar.

Más en twitter: @javierfumero


 
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