La llamada

Ciudad.
Ciudad.

Regresaba de mi marcha rápida habitual un día por la mañana. Era una hora temprana.

Poca gente en la playa. Siempre la hay, aunque apetezca nada.

El “Milenium” quedaba ya a mi espalda. De frente asomaba el sol, que sin timidez alguna lucía radiante, aunque todavía no calentaba. El Faro de Hércules, al otro lado de la ensenada, se erguía recio sobre el acantilado, con sus luces apagadas y su mirada guardiana.

Me llamó la atención una imagen, la de una chica joven, guapa, muy morena, quizás mulata. Vestía chándal. Pantalón negro, sudadera gris y bambas blancas. Allí, en las rocas y cerca del mar, estaba sentada sobre una piedra plana. 

Se inclinaba hacia adelante manipulando su móvil, del que partía un cable blanco. Ya cerca de su cara se bifurca en otros dos, de los que pendían sendos auriculares, para tapar los oídos que iban a alojarse. Apenas se movía, parecía muy concentrada.

Sonreí. Me pareció una estampa dulce y salada, y con su fondo marino aún más resaltada. Y dije para mí: ¿qué le habrá traído hasta aquí?...

La brisa fresca, suave, apenas rizaba el agua. Pero lograba alcanzar el rumor de su batir pausado, rítmico, amable, discreto y grave. El mejor de España. 

Pronto arribó, cabalgando el viento, un pensamiento: “¡A los pies de la Inmensidad, llamando quedo a la puerta del alma, y no la alcanza a contemplar!”. 

¡Qué pena!, sentí. Y, enseguida, la plegaria que hizo surgir: ¡ojalá algún día, esa llamada, la puedas escuchar!

 

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