Nueva Teoría de la Evolución

Cambio de hora: Prepárate para que no afecte a tu trabajo
Tiempo.

La Teoría de la Disuasión, de tanto predicamento en nuestros días, viene a coincidir -en la práctica- con la formulada hace más de veinticuatro siglos mediante aquella conocida expresión: “Si vis pacem, para bellum”, es decir, si quieres la paz, prepara la guerra. Esta máxima es generalmente aceptada por todos, y con más entusiasmo en medios castrenses. En España, por ejemplo, en la Academia de oficiales del Ejército de Tierra, la Academia General Militar de Zaragoza, está rotulada al comienzo de la mítica escalera del cañón. Tirando por elevación, se alcanza a situar en el centro de la diana el sentimiento de sus cadetes al respecto. Que no es otro que considerar que, con su preparación para la guerra, están asentado un pilar muy importante para la paz. Paz, que pocos desean más que un buen soldado, quien, contrariamente a lo que pueda parecer, es persona pacífica y, por tanto, se encuentra en las antípodas de la patología pacifista. Y también del violento, un peligro, y no solo para el enemigo.

Inevitablemente, ese “s i vis pacem, para bellum”, no podía evitar su jocosa traducción a la jerga que mejor expresaba los avatares de la vida académica, y así derivó en la certera advertencia: “ si ves a Fulanez, para papellum”. “Fulanez”, era el comandante profesor más estricto e implacable que pudiera uno imaginarse, y cuya vista de lince gozaba, además de alcance, de las cualidades propias de los rayos X. Todo cadete que se encontrase con él por los pasillo o por una explanada, daba igual, intuía, desde el primer instante de su avistamiento, que pasaría en décimas de segundo a considerarse arrestado. El motivo aún no lo sabía, ni probablemente se lo imaginaba, pero no tardaría en averiguarlo. Su superior lo calificaría inmediatamente con la precisión de un riguroso fiscal. Conocido el cargo de la acusación, y juzgador simultáneo en modo sumarísimo, el cadete sacaba inmediatamente su taco o talonario de “notas”, que siempre debía llevar en uno de sus mil bolsillos. Sin la menor dilación, arrancaba una hoja (“papellum”) y, en lugar reservado para el motivo, escribía la calificación de la falta que le había sido imputada. Entregaba el papellum”, debidamente cumplimentado, al comandante, y a esperar. No tendría que hacerlo durante mucho tiempo. Todas las tardes se publicaba la lista de agraciados con alguna sanción, el motivo y el lugar donde cumplirla. Ni que decir tiene que, cuando llegaba noticia de que iba a entrar de servicio el mencionado, todo el mundo se preparaba meticulosamente desde la jornada anterior, buscando la perfección, único grado de presencia aceptado el día de autos. Era especialmente recomendable, por su visibilidad, tratar de conseguir el mayor paralelismo posible entre la rayas del pantalón y la del pelo. Un nada desdeñable paraguas disuasorio ante el chaparrón sancionador. En fin, anécdotas a parte, lo que estaba escrito, escrito se quedó. Me pregunto si no sería más adecuado para los militares otra consigna en lugar de la anterior, como por ejemplo: “Por si vas a la guerra, prepárate para la guerra”. Y, si hubiese algún Centro Formativo para Gobernantes, además de los existentes que imparten Políticas, los que aspirasen a gobernar deberían superar esa formación, igual que se exige a los profesores para dedicarse a la enseñanza, a los licenciados en derecho para ejercer la abogacía, etc. Ganaríamos todos si no les permitiésemos saltar como espontáneos al ruedo político de las tareas de gobierno. En dichos Centros habría que grabar, bien visible, en su frontispicio, este otro lema: “ Si vis pacem, para pacem”, es decir, “si quieres la paz, prepara la paz ” y su corolario: “Y, si no la quieres, vete”. “Nada se pierde con la paz y todo se puede perder con la guerra” (Pio XII, 24 agosto 1939)

Pero, por el momento, esta idea de preparar la paz, preparándose para romperla, aparenta seguir plenamente vigente hoy día. Sorprende que se asuma como un axioma y que, por tanto, no se cuestione. Parece mentira que, a pesar del tiempo transcurrido y de los cambios y avances exponenciales conseguidos por la Humanidad en tantos campos, todavía en éste, en el de romperse la cara, nada haya cambiado. Y no me refiero al cómo, ni con qué, que ahí si hemos adelantado mucho, sino al por qué y al para qué.

El hombre se ha quedado con el mismo ropaje, con las mismas pieles argumentales y vitales utilizadas en épocas primitivas. Y que, básicamente, podemos resumir en que si tienes el garrote mayor, y sois más numerosos y fuertes en tu tribu, más difícil será que alguien se meta contigo, o que pretenda llevarse tus animales, tu cosecha, tu fuego, tus cosas, o echarte de tu tierra o, lo que es peor, permitir que te quedes, pero de esclavo. Así que dejémonos de tonterías, y vamos a procurar tener a mano una buena tranca por si las moscas, que el vecindario es para echarle de comer a parte, y el mundo sigue siendo una selva. Además, de toda la vida sabemos que el pez grande se estuvo comiendo al chico. Conclusión: si quiero ser respetado, que nadie me chulee, debo estar bien armado. No hay que ser un Pitágoras para comprender que mis probabilidades de estar en paz son directamente proporcionales al número e importancia de las armas de que dispongo. Y que conservaré mi estatus, al menos, mientras mantenga mi capacidad de repartir estopa. Y así seguimos viviendo. ¿Qué hemos cambiado? Es como si la Teoría de la Evolución de la especie humana en este aspecto no fuese aplicable. No pasa nada. Pero, por pura coherencia, si se siguiera el procedimiento científico habitual, debería formularse otra Teoría de la Evolución distinta, capaz de justificar este fenómeno. Y, de paso, el correspondiente grupo de expertos podría explicarnos por qué no se ha intentado todavía. Salvo que se de por bueno, claro está, el postulado de que la eliminación de otros seres humanos, menos armados, beneficia la mayor calidad humana de los supervivientes.

 

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