Vivir sin vivir

Nadia y Vladi, con sudadera y pantalón de chándal, suben y bajan la escalera del primero al octavo para mantener el tono físico tras dejar un par de bolsas de basura en el cuarto destinado para tal fin en la planta baja. Los restos de su solitaria Nochebuena y atípico día de Navidad carentes —otra vez — de aquellas alegrías pretéritas se han convertido en la excusa perfecta para, aprovechando la "excursión" por el edificio, hacer media hora de deporte.

El señor Pablo, obsesivo a más no poder desde marzo de 2020, entra en el ascensor tras haber abierto la puerta del portal, la del hall, comprobar su buzón y, como si de un ritual se tratase, pulsar la tecla con su plastificado dedo índice para subir al segundo piso. Todo un triunfo. Su profundo suspiro puede oírse una vez cerradas las puertas. Como a algún que otro vecino, no le faltan sus inseparables guantes de plástico, aunque sean los del hipermercado para elegir la fruta. El miedo guarda la viña. Al menos, ya no deja los zapatos fuera de casa.

Alex, el de seguridad, baja de su garita del patio exterior para hacer una de sus rondas habituales "armado" con su difusor de gel hidroalcohólico y un trapo con el que, poseído y acelerado, de manera escrupulosa limpia los pulsadores de luz y la botonera del ascensor en su intenso recorrido de quince minutos mientras Elena, la joven del tercero, le da las buenas tardes al mismo tiempo que, con una sonrisa oculta tras el bozal, usa el codo para presionar el número 3 de su planta y, antes de entrar en casa, maldecir la puta mascarilla calada por la lluvia al no ser capaz de abrir la puerta con las gafas empañadas, el paraguas chorreando y las llaves escondidas entre las decenas de cosas de su mochila.

Todos, como mandan los cánones, van ataviados con mascarillas, quirúrgicas o ad hoc con su gusto o estética, cumpliendo con la obligatoriedad de los espacios cerrados y la normativa de las infografías de los carteles de marras, obscenamente pintarrajeados a gusto del vecino malote o del adolescente gracioso, pegados en el espejo del elevador a modo de Big Brother is watching you incluso en la privacidad del ascensor.

No es una inocentada a propósito de la celebración del Día de los Santos Inocentes. Tampoco hay cámara oculta. Son ejemplos veraces del reflejo presente de nuestras vidas, de las rutinas flamantemente adquiridas, de las normas impuestas por ese vivir sin vivir en el que se ha convertido nuestra sumisa existencia. Un sinvivir en un presente que se empeña en repetirse mañana y la semana que viene, en replicarse con otra versión en un futuro que no logramos atisbar sin aquella  cacareada "nueva normalidad" que, tras tanta pervivencia e insistencia, se ha ido convirtiendo en el pan nuestro de cada día. Infiltrada y sin nuestro conocimiento, ha venido para quedarse a golpe de letra del alfabeto griego por ser políticamente correctos. Cosas de tibieza y complejos. Eso sí, el estigma para los griegos. Si Platón levantara la cabeza, volvería a sus mundos con la alegoría de la caverna.

Bromas aparte, la vida, pensábamos, parecía ser difícil hasta que la irrupción del virus, en primera instancia, nos abrió los ojos de la verdadera dificultad; luego, hicimos esfuerzos para vivir de anhelos y el recuerdo de lo que solíamos hacer como autómatas sin saber apreciarlo o degustarlo como merecía. Eran otros tiempos. No sabíamos valorar lo que teníamos. Suele pasar.

Sin embargo, apareció un enemigo silente e invisible como, por desgracia, se ha tornado la investigación referida a su perverso y malvado origen. De igual forma que con el país del origen del mal, los intereses han logrado correr un tupido velo sobre localización, menciones, cifras, laboratorios e instituciones cuya nula eficiencia en la gestión se ha situado al nivel de la conclusión de sus resultados y conocimiento de la pandemia y si, como en el caso de la bióloga molecular Alina Chan o el científico Matt Ridley, alguien ha osado a indagar sobre los orígenes del SARS-CoV-2, el poderoso globalismo se ha encargado de cerrar puertas obligándote a crear una nueva identidad, un nuevo "avatar" para, con pruebas y base científica, combatir las fuerzas del Mal. De momento, por fortuna, los "disidentes" viven. Ahí lo dejo. 

A otros, como Peter Daszak, director de Ecohealth Alliance, no le ha hecho falta disfrazarse ni atreverse con desafiantes teorías. Él es más de mainstream y de seguir el cada vez más debilitado e infundado discurso oficialista que le sigue cuadrando para los ingentes intereses económicos de su imperio científico, además de para seguir nutriendo millonarias subvenciones gubernamentales destinadas a la investigación de la colección de todos sus virus; bueno, de casi todos, ya que alguno pudo haber "escapado" para desgracia y mortandad de la humanidad.

 

Hablar de expertos, virólogos e investigadores o que hablen ellos no es una garantía a nivel mundial y aquí, en España, podemos dar buena fe de ello cada vez que nos hacemos eco del confuso relato en las comparecencias públicas o los medios, poseedores de la verdad absoluta con su elenco de todólogos serviles a la voz del amo. De fantasmas, pongamos que hablo de comités, también andamos bien servidos por estos lares, aunque, visto lo visto, el paripé del contingente de la OMS en su tour chino de principios de año, cuarentena incluida, no hizo más que destapar las vergüenzas de los "expertos" invitados. Tras varias semanas allí, nos dimos cuenta del secretismo que se iba a imponer en vidas, las nuestras, en manos de lacayos empeñados en acumular más ruina dentro de un mundo de mortales "amparado" por improvisados equipos, erróneos dictámenes, tergiversada información y manipuladas decisiones del grupete de Tedros Adhanom. ¡Tedros! Virgencita, virgencita, que me quede como estoy, pienso, mientras me evado con el misticismo de alguna estrofa de Santa Teresa de Jesús:

¡Ay, qué larga es esta vida!

¡Qué duros estos destierros,

esta cárcel, estos hierros 

en que el alma está metida!

Sólo esperar la salida

me causa dolor tan fiero,

que muero porque no muero.

Y aquel mundo paralelo que creábamos, aquel escenario en el que competíamos con nuestros iguales de manera imaginaria para ser los mejores, aquel marco artificial repleto de estrés, ansiedad y enfermedades psicosomáticas como consecuencia de la continua idea de competir o exaltar nuestro orgullo, nuestro ego, aquel contexto ha sido azotado, barrido, asolado por una realidad distópica tornada en la más rabiosa y habitual pesadilla de nuestra cotidianidad. Como decía Chesterton, "los enigmas de Dios son más satisfactorios que las soluciones del hombre." A las pruebas podemos remitirnos en estos dos años a la intemperie de una civilización en ruinas.

Antes, creíamos tener el mundo a nuestros pies; ahora, el mundo nos tiene a su merced. Somos guiñapos miserablemente dominados por las élites, marionetas maniatadas por las cuerdas de la manipulación, títeres decapitados, sin rumbo ni luz que puedan guiarnos por la oscuridad del tenebroso orbe o permitirnos tomar decisiones de peso ante los gestores de la mentira de la información, aquellos que inundaron portadas con indecentes, compulsivos y subvencionados #SalimosMasFuertes cuando la primera partida acababa de empezar y, sin mover ficha u ofrecer soluciones definitivas, ya planeaban los siguientes movimientos para seguir derrotando a una humanidad con el jaque mate de la desesperanza

Vivo sin vivir en mí,

y tan alta vida espero,

que muero porque no muero.

Sigo recordando otra estrofa de la santa en ese mi vivir sin vivir al que, como mis vecinos o mi entorno, parezco abocado a la espera de doblegar rejas y derribar muros que imponen una existencia sin alegría y caras sin rostro en calles desiertas, caminos sin destino y sueños sin cumplir.

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