Si no sangra no produce

Estamos todos muy cansados, agotados, con problemas económicos. “Estoy que me desangro”, me decía un paciente. Me recordó a Fernando Savater en un encuentro que tuvimos en un congreso de psiquiatría.

Hizo una analogía entre el cuerpo de la mujer y el alma, entre la maduración y la pérdida de la virginidad del cuerpo y la del alma. Concluyó: “el alma, si no sangra, no produce”. Al igual que el cuerpo de la mujer, que si no vive el periodo de maduración y la menstruación, no puede llegar a ser fecundo y, como bien saben los gitanos con la prueba del pañuelo, cuando se pierde la virginidad, se sangra. “El alma, si no sangra, no produce”.

Andaba por Madrid. A la altura de la Plaza de Juan de Zorrilla, entre Ríos Rosas y Filipinas, escuché un grito desgarrador. Miré alrededor pero no vi nada extraño ni nadie hacía gesto alguno como si hubiera oído algo. Me extrañé. ¿Alucinaciones? Volví a oír el lamento más cercano y la vi.

Una mujer joven en una parada de autobús. Me acerqué por si necesitaba algo. Rubia de bote, sin zapatos, las uñas de los pies con dibujitos decorativos, los pantalones rotos, heridas en las rodillas y en los brazos, escote generoso. No tenía muy buen pinta, la verdad, y a pesar del nombre de la plaza, no es frecuente que haya mujeres así por la zona.

Miré alrededor. Debíamos ser invisibles. Nadie hacia nada. Seguían su curso. ¡Todos con la roja!, decía un anuncio. Supongo que las guardias médicas en hospital te quitan todo tipo de prejuicios (o te hacen ser imprudente). Le pregunté si le podía ayudar. “Sí, llame a la policía por favor”. Era extranjera, de los países “rojos”. Se ve, que la señorita no era lo suficientemente roja para que todos estuviéramos con ella, aunque la sangre de sus heridas sí.

Me han robado mi móvil y me han pegado, quiero denunciar”. Mientras llamaba apareció un coche de policía por la esquina. Les hice señales y se acercaron. Me despedí de todos. Ella me miró llorando y me dio las gracias. Le sangraban las piernas. A mí me dejó el alma sangrando.

Llegué a casa de un amigo y se lo conté. Antes de que terminara empezó a decir: “claro, si es que tienes que tener mucho cuidado, vete tú a saber lo que te puede contagiar”. Le trasmití que me asombraba que nadie le ayudara. Puso cara de preocupación y me contó que a su hermana le pasó algo parecido. Ella volvía del dentista, al estar anestesiada no notaba la cara e iba sangrando, los demás se apartaban. Al poco se mareó y se desmayó, pero nadie le hizo ni caso. En pleno Madrid. Sacar lo mejor o sacar lo peor.

Junio de cansancio infinito y calor pesado. Y además los niños sin colegio. Parece que todo es mucho más difícil. Una paciente con muchas dificultades en la empresa comentaba: “en condiciones óptimas todos somos buenos y amables, pero ahora que las cosas se ponen difíciles parece que cada uno saca lo peorcito”. O no, a lo mejor somos de los que sacamos lo mejor y nos ponemos a la altura de las circunstancias.

A esta mujer se le había pasado la primavera enfrascada en contabilidades y con pena se decía el solsticio de verano: “...pero qué tonta, se me ha pasado sin darme cuenta, metida en la oficina y quién sabe cuántas primaveras me quedan”. Quemó su fastidio en la hoguera de san Juan y renovó sus ganas de disfrutar la vida y cada detalle.

 

Llamé al timbre de la puerta de casa de un amigo. Mientras acudían a abrirme observé que la madera tenía 15 o 20 agujeritos como de chincheta. Curioso. Le pregunté. “Son un testimonio de que el amor duele”. ¿Cómo?

Sí, cuando éramos pequeños vivíamos aquí. Algunos días mi padre llegaba tarde de trabajar. Nosotros con afán de que al llegar a casa tuviera un detalle y viera que le habíamos tenido presente, le dejábamos un dibujo con algún mensaje cariñoso clavado en la puerta.

Mi padre al verlo se alegraba mucho y al observar que estaba clavado con una chincheta en la madera “se le abrían las carnes”. Sólo recibimos gratitud por aquel detalle, porque como has podido ver lo repetimos en múltiples ocasiones y ahí siguen los agujeros. Testimonio de que el cariño tiene su cara y su cruz”.

A veces podemos tener miedo a darnos a otros, porque sabemos y hemos experimentado que querer también duele y como me decía otro paciente “ser amado es peligroso”. Te dejan agujeritos en la puerta por los que sale la sangre y el alma produce. También dibujos hechos con mucho cariño que se te quedan tatuados y te recuerdan amar como aman los niños.

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