Dolor y esperanza

“Necesitamos de los demás -nos dice en “Los cuatro amores” C. S. Lewis, el genio inglés autor de los maravillosos cuentos de Narnia-, los necesitamos física, afectiva e intelectualmente; los necesitamos para cualquier cosa que queramos conocer, incluso a nosotros mismos”. No obstante, ¿qué ocurre cuando vínculos básicos con los demás se rompen dramáticamente, como es la repentina muerte de una persona muy cercana?

Es verdad que sabemos de frecuentes muertes por accidente y eso nos sobrecoge. Pero la muerte de cuatro niños por el derrumbe de las paredes y el tejado de un polideportivo en Sant Boi de Llobregat, seguro que nos ha producido a todos un intenso e íntimo dolor y no es fácil encauzar el consuelo que necesitamos dar y recibir.

Especialmente para los niños la pérdida de un miembro de la familia o algún amigo es un gran sinsentido. Lo desconocido, y estoy pensando en los hermanos, compañeros de colegio y amigos de esos niños fallecidos, puede resultar confuso e intimidatorio. Los más pequeños no comprenden qué significa realmente morir y pueden sentirse abrumados por las reacciones de familiares y conocidos. Hemos de dar respuestas verdaderas que seguro asentarán una mayor humanidad en todos nosotros.

Sí, es preciso escuchar especialmente a los niños, ofrecerles consuelo, contestar a sus preguntas. Será muy difícil tener explicaciones adecuadas para una muerte traumática. Pero es imprescindible ayudarles a que verbalicen sus sentimientos y que sepan que también nosotros nos sentimos muy tristes, aun evitando dramatismos.

Una adecuada forma de expresar el dolor serán los servicios fúnebres, el funeral, reuniones de amigos del colegio o del centro deportivo, o el mismo velatorio… Y, fuera de algún caso especial, convendrá que niñas y niños participen de esos elementos del proceso de duelo.

Esa fortaleza y acompañamiento será muestra de verdadera estima, de comprensión y confianza mutuas, entre padres e hijos, entre profesores y alumnos, entre vecinos y amigos. A veces tenemos mucho miedo a hablar de la muerte. Pero será oportuno hacerlo y eso evitará apatías, desalientos y depresiones posteriores.

Por otra parte, aunque en algunos ambientes la expresión del dolor se hace de forma extremadamente privada y como conteniéndolo –en ocasiones la gente se urge a olvidar y distraer, como si nada hubiera sucedido-, no dejemos de tener en cuenta que los ritos funerarios no sólo tienen un valor religioso, sino también psicológico, pues a las personas nos es imprescindible expresar el dolor y compartir sentimientos.

Será muy oportuno aceptar la ausencia y tener la presencia del recuerdo del amigo, o hermano o hijo perdido, evocando con agradecimiento los momentos felices vividos juntos, de una manera natural. No nos quedemos sólo en la moral de la justicia, incorporemos la moral del afecto. Con el tiempo –y con recursos racionales, religiosos, afectivos y emocionales- será preciso recuperar el equilibrio y adaptarse a la nueva situación, sin perder la aflicción por la ausencia del ser querido, pues es precisamente una clara muestra de amor.

La vida vale la pena a pesar de esas tremendas penalidades. Afrontemos el dolor, fortalezcámonos juntos en el dolor. Es la mayor muestra de aprecio, el mayor consuelo. Y, siempre, reclamemos los necesarios medios humanos y técnicos que, en la medida de lo posible, eviten tragedias.

 

En todo caso, facilitemos la apertura a lo infinito, superemos los límites de la razón. Considero que, incluso en la distancia, nuestra mejor solidaridad con los familiares y amigos de esos chicos fallecidos será el compartir, en estas tristes horas, una esperanzada rebeldía llena de inmortalidad.

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