La JMJ

Con la que está cayendo en las calles de la inmensa mayoría de las ciudades españolas, en forma de manifestaciones –más o menos autorizadas-, de sentadas y acampadas –más o menos vistosas-, de días orgullosos –con más o menos buen gusto- y de asonadas y reivindicaciones más o menos etarras, es curioso que todavía haya quienes pongan trabas a la visita de Benedicto XVI a España con motivo de la Jornada Mundial de la Juventud.

Además de la demagogia al hablar del costo y de las críticas a la falta de austeridad, que por hipócritas es mejor obviar, hay que escuchar argumentos que pretenden ser hasta doctrinales y que intentan hurtar a la Iglesia Católica todo derecho a hacer su vida en la calle.

La experiencia de otras jornadas -y más concretamente en España la que tuvo lugar en Santiago de Compostela- dejan sin lugar a dudas un magnífico sabor de boca no solamente entre los creyentes sino en cualquier persona de buena voluntad que se acerque, con ojos mínimamente objetivos, al acontecimiento.

Podría resultar chocante, ya no lo es, que se ataque a una manifestación de fe, ordenada, pacífica, que no solo no ataca a nada ni a nadie sino que sirve de lazo de unión para una juventud que, procedente de todo el mundo, da un ejemplo -en todas las jornadas que se han celebrado- de un alto civismo y de un respeto exquisito por los demás.

Las previsiones de dos millones de asistentes no deben asustar a nadie y mucho menos ser pretexto para una crítica sin el menor fundamento. Si se habla desde el punto de vista ciudadano, las molestias o las consecuencias para la ciudad de Madrid están a la vista con solo mirar a Sidney, París, Manila o Colonia. Ciudades que no sólo no sufrieron lo más mínimo en sus estructuras urbanas sino que salieron altamente beneficiadas, también en lo económico.

Si del fondo de las Jornadas queremos hablar –con independencia de creencias o doctrinas- lo cierto es que basta repasar los discursos u homilías tanto de Juan Pablo II como de Benedicto XVI para concluir que se trata de mensajes de paz, de esperanza, de buena voluntad para todos y, en definitiva, de alentar a la juventud –crean en lo que crean- a luchar por un mundo mejor para todos.

Los resultados están tan a la vista que lo único que pueden esperar los agoreros y los detractores es el mayor de los ridículos.

Es posible que a la Iglesia Católica se la pueda censurar o criticar desde otras vertientes y desde otros más que reprobables sucesos que la propia Iglesia se ha apresurado a lamentar y por los que ha pedido perdón, pero por las Jornadas Mundiales de la Juventud, no.

 
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