París en otoño (III)

En París, máximo exponente de la alta cocina, no se come tan bien como en Bruselas. A cambio tenemos las cartas de vinos y, desde luego, a las acompañantes francesas.

Una cena especial a precio de gran lujo madrileño –que en París no es tan caro— puede celebrarse en Le Train Bleu (Gare de Lyon, place Louis Armand, XIIème). No es ciertamente una cocina de gran innovación y extravagancia, pero sí uno de los sitios más lujosos y bellos con permiso del Meurice.

Parte de la Estación de Lyon, Le Train Bleu fue concebido para la Exposición Universal de 1900 como buffet para viajeros. Aún hoy subsiste un menú completo servido en cuarenta y cinco minutos. Poco a poco se fue convirtiendo en el restaurante de moda que atraía a actores, escritores y demás famoseo, culpables junto a algunas películas del exceso de turistas que entran a sólo a mirar.

Fue nombrado como tal en 1963 y clasificado como Monumento Histórico en 1972. Esto último parece de rigor, teniendo en cuenta que se trata de un inmenso salón Belle-Époque con frescos en techos y paredes cargados de molduras doradas y grandes ventanales, en el que lámparas de araña y farolas modernistas iluminan el crepúsculo que pone fin a un día de lluvia.

Tres pasillos dividen los compartimentos de mesas. Los asientos se dividen en bancos antiguos forrados de piel, recordando la época en la que los trenes eran de lujo. Hay también un bar a la inglesa en el que refugiarse del bullicio para tomar una copa, o incluso el postre, tras la cena.

En cuanto a la carta, cocina clásica refinada con algún toque del afamado cocinero André Signoret y especial atención a los productos de la tierra. Sirven el mejor tartar de la ciudad y cobran la decoración en el vino. Sin embargo, con el baba au rhum dejan la botella sobre la mesa para que el cliente, sin coca cola, brinde por Cuba.

Más hacia el centro, en los principios del Barrio Latino y entre trampas turísticas, está el comedero más auténtico de París. Difícilmente podrá el lector encontrar algo así fuera de España.

Chez Mai (65, rue Galande, Vème) es un minúsculo habitáculo con capacidad para unas diez personas. Once si contamos a Mai, que vive ahí. Si esto lo escribiese Sánchez Dragó o Antonio Burgos podría pensarse que Mai es el gato. Pues bien, no. Mai es una señora china que ya no cumple los setenta y a la que, probablemente, no le concederían la licencia de armas. Vive en una cama escondida tras la cocina abierta, donde prepara las variadas recetas orientales que sirve a sus clientes. Arroz tres delicias, tallarines con todo tipo de ingredientes, rollitos nems, varias carnes al curry o pato dulce son sólo algunas de las sugerencias de la amplísima carta.

Y si sorprendente es este último dato –teniendo en cuenta que se trata de una sola persona, y mayor, para varias tandas de comensales cada noche— no lo es menos la calidad de los platos. Créanme, Mai me ha salvado de la muerte por inanición y de la alopecia por anemia gracias a que sus platos se pueden llevar a casa.

 

El condumio es sabroso, sano y delicioso. La cerveza –sospecho que más japonesa que china— detestable. Cualquier vino la mejora. Mai lo sirve en botellas sin etiqueta mientras charla con todos y con nadie en una mezcla ininteligible de francés e inglés. Y cuando trae la cuenta, la cifra es tan irrisoria que uno dobla la propina.

No lejos de allí cruzamos el pont Louis-Philippe para dejar atrás la Isla de San Luis. Ya en la orilla derecha encontramos la curiosa Iglesia de Saint-Gervais y pequeñas calles medievales que se internan en Le Marais.

Chez Julien (1, rue du Pont Louis-Philippe, IVème) es un atractivo local en su exterior que por dentro mejora la concepción del restaurante típico parisino. La luz tenue, una vela en cada mesa y un servicio algo más pausado de lo habitual lo atestiguan. Tiene estilo propio, entre preciosista y años 20, y para estaciones distintas de la que nos ocupa, una agradable terraza con vistas al río entre los árboles.

Sin embargo, su verdadera distinción es que –pese a que siempre se cuela algún turista— los parisinos cenan aquí bogavante al horno como plato del día. La carta es mediana y moderada en sus precios, lejos de las de tantos otros lugares que parecen copiarse entre ellas.

Ya dentro de Le Marais, y entre una multitud de lugares recomendables, se encuentra la Crêperie Suzette (24, rue des Francs Bourgeois, IVème). Pese a lo tópico del nombre y el olor a cocina que se impregnará en la ropa del lector, ofrece junto a la place des Vosges una buena variedad de crêpes dulces y saladas, más elaboradas que las callejeras y de mejor calidad.

El local dispone mesas altas con taburetes en la planta baja y mesas al uso en la de arriba. El servicio no es todo lo nativo que cabría esperar, y quizá por ello derrocha amabilidad. Algunas sugerencias son la crêpe de queso de cabra con tomate confitado y albahaca, la de salmón con rúcula y el vino de la casa, más barato y abundante que los tercios de cerveza francesa.

Por terminar con el barrio, y al hilo de los tantos sitios recomendables en la zona, me permito recomendar uno bueno, típico y con horarios bastante flexibles. Le Pavé (7, rue des Lombards, IVème) es un bistrot de decoración rústica, madame antigua, gloriosos clásicos culinarios y precios decentes.

Es un lugar donde, se hable el idioma que se hable, uno sabe que no le van a engañar. Piénsese en un perfecto y generoso confit de pato o un tartar con varias guarniciones a elegir y también en no pedir el vino más barato. La comida lo merece.

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