El autista de La Moncloa

Cuando a un bebé no le gusta que lo abracen o que lo miren a los ojos, cuando no responde a las muestras de cariño ni reacciona al ser tocado, los padres tienen motivo para preocuparse. Esa falta de receptividad puede ir acompañada de una incapacidad para comunicarse con otros y para establecer relaciones sociales en cualquier situación. El niño autista no se relaciona de manera normal con los objetos. No se da cuenta de las situaciones ni de los sentimientos de los otros. Prefiere estar solo. Puede responder de manera extrema y fuera de lo corriente hacia cualquier cuerpo, sea evitándolo por completo u obsesionándose con él. De ahí que, en ocasiones, reaccione con violencia y desprecio, rechazando fogosamente al interlocutor. No es inusual que las personas sean contempladas como objetos, y tratadas como tales. Alguien que no conociera los perfiles de su enfermedad podría llegar a calificar a estas personas de intransigentes. Se trata de individuos que muestran una insistencia obsesiva en que el ambiente no cambie, que quieren que todo siga igual. Sólo aceptan el modo de vida que han diseñado en sus mentes y reaccionarán con violencia ante cualquier propuesta contraria a sus planteamientos. El autista puede exteriorizar un talante corporal rígido, o, por el contrario, ser tranquilo, plácido, demasiado calmo. El autista vive encerrado en su mundo, desconectado de lo que le rodea. Aunque a su alrededor se estén produciendo hechos significativos o relevantes, él permanece ajeno, como transportado. A medida que aumenta la edad, la conducta autista se hace más evidente: comienzan a manifestarse los comportamientos estereotipados, como la tendencia a llevar a cabo actividades de poco alcance de manera repetitiva. Erre que erre, el autista se enroca en sus posturas y rechaza cualquier modo de actuar que se salga de su habitual manera de proceder. Nada le afecta, nada le hace cambiar. Hay que destacar además que se trata de personas que se valen de la ayuda de otros para alcanzar lo que desean. Gente de su confianza, cercanos. El autista elige a unos individuos y se sirve de ellos para sus fines. Serán su “longa manus”. Resulta especialmente llamativo cómo los autistas distorsionan la noción de peligro. No detectan algo que constituye un riesgo real, y al mismo tiempo sienten pavor ante lo inofensivo. Al hilo de esa patología, estas personas se presentan en ocasiones como auténticos inconscientes, al borde del abismo, o demuestran un enorme rechazo ante planteamientos inocentes y cándidos. Otro cuadro característico del autista es la tendencia a ubicarse en lugares donde encuentran refugio. Necesitan sentirse protegidos y optan por encerrarse en sí mismos, incluso ante sus afines. De poco vale que en su entorno intenten ayudarle a entrar en razón: permanecerá impasible tras los muros de esa fortaleza que se ha construido. El autista presenta, en fin, otras derivaciones menores: general desinterés respecto a las personas (al menos, hacia algunas), reacción furiosa ante la perturbación de alguna rutina (como grandes algaradas o significativos movimientos de masas) y atracción por las luces o los objetos brillantes (independientemente del valor real que estos tengan). El autismo ataca a los varones cuatro veces más a menudo que a las mujeres, y ha sido diagnosticado en todo el mundo, en personas de todas las razas y niveles sociales. Algunas teorías sostienen que puede transmitirse genéticamente. Las personas con autismo tienen un promedio de vida igual que las personas de la población en general.

 
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