A callar

Me contaba el otro día Sonia, mi camarera preferida del bareto de la esquina, que en una cervecería muniquesa de mucho fuste —Hofbäuhaus, dice que se llama- tienen contratados desde hace muchos años un cuerpo de vigilantes. Su misión es controlar el grado de ebriedad de los clientes. Y allí se plantan, como unos pasmarotes, ojo avizor. Si a un tedesco le da por empinar el codo más allá de lo estéticamente presentable… ¡zas! En un abrir y cerrar de ojos tienes encima al maromo de turno que te “invita” a desalojar el local. -Pero a mí lo que me preocupa —añadió Sonia con sorna, terminando su comentario- es quién vigila a los guardianes. Yo a Sonia le tengo dicho que vale un potosí. Que lo suyo es la sociología. Que, si se pone, escribe un pedazo de Manual de Autoayuda capaz de levantar un pastizal. Mientras se lo piensa, me quedo con su última perlita, ésta, la referida a quién controla al controlador. No es cuestión sencilla. Máxime si uno tiene que lidiar con esta progresía fetén que nos ha tocado como gobernantes, capaz de blandir sin sonrojarse una tramposa doble vara de medir. Si alguien con un poco de sentido común quiere hoy poner freno a la “telebasura” se arriesga a recibir un estacazo. Le llamarán hipócrita, taimado y cobarde por no utilizar el verbo “censurar”, que es el único que le corresponde. “Usted lo que quiere es controlar contenidos televisivos”. “Sí. Sí. Se empieza por los ‘reality shows’ y se acaba sermoneando contra todo lo que no se ajuste al propio patrón ideológico”, añaden. Algunos, incluso van más allá: ¿Por qué aceptar que la “telebasura” debe ser censurada? ¿En nombre de qué? ¿De un gusto estético al que no complacen las exhibiciones impúdicas y morbosas? Fuera paternalismo —remachan-, que la frontera entre lo que es permisible o no ya la marcan las leyes. Si no se transgreden, a callar. Ahora desembarcan los del Consejo Audiovisual de Cataluña, dispuestos a dictar ellos sentencia. El CAC puede ya imponer sanciones a los medios de entre 90.001 y 300.000 euros, así como la suspensión de actividad por tres meses, para infracciones muy graves. Estos nuevos “popes” de la cosa mediática no van a tolerar, explican, el incumplimiento de los “principios básicos de regulación de contenidos”, que obligan a “una información veraz”, que obligan a distinguir claramente las informaciones de las opiniones, y que limitan la libertad de expresión e información en aras —añaden- de los derechos constitucionales como el respeto a la dignidad y la no incitación al odio por motivos de raza, sexo, religión o nacionalidad. Y yo pregunto, parafraseando a mi camarera de moda: ¿Pero quién controla al controlador? ¿Qué hacer cuando el citado CAC no mueve un músculo ante al injurioso artículo de Iu Forn, en el Avui, sobre las madres de los militares? ¿O es que la justicia es unidireccional, solamente válida para los que ofenden desde un bando? Aquí hay quien parece tener bula para imponer sus criterios a golpe de hacha y de mayoría, como si ése fuera el único criterio rector de la existencia humana. Así, Conde Pumpido es un santo varón (pese a la inconcebible tibieza que acaba de demostrar en la convocatoria de Batasuna), mientras Jesús Cardenal era el demonio encarnado. José Montilla, un estadista equilibrado y ecuánime (pese al tongo que se avecina en la OPA de Gas Natural) y Rodrigo Rato, un intervencionista avezado y contumaz. Carmen Caffarel, una linda gatita (aunque nadie haya rendido cuentas todavía de por qué TVE le “ha puesto casa” a las teles privadas, incluida la Cuatro de Polanco) mientras Alfredo Urdaci, un tramposo infecto y despreciable. ¿Quién vigila a estos guardianes? ¿La ley? No cuela. No me vale esa monserga de que es la legislación el mecanismo de control que todo lo arregla. Como se está demostrando, leyes y vigilantes son insuficientes. La única garantía de que un periodista, un político, un ministro, un catedrático o un juez van a cumplir bien su tarea es su propia convicción de que vale la pena hacerlo. A ver quién le pone el cascabel a este gato.

 
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