El hastío de la cena de empresa

La “marcianidad” como género de vida es una forma de subsistencia como otra cualquiera. Un tanto peculiar, un poco excéntrica, pero vida al fin y al cabo. Me venía esta idea a la cabeza estos días pues uno es de esos raros especímenes —marciano casi- que continúa aún hoy enviando tarjetas de Navidad. Como ven, no se me puede acusar de poner la venda antes de la herida porque herida hay. No es que uno carezca de cosas mejores que hacer, que le sobre el tiempo, o sea de los que se dejan llevar por la costumbre. Puestos a seguir inercias las hay mucho más satisfactorias o menos latosas, eso es claro, pues la cosa tiene su bricolaje: desde seleccionar con cierto tino los ejemplares de ese año, hasta mantener actualizadas las direcciones en una sociedad globalizada, donde nadie parece estar dispuesto a sentar la cabeza. Por no hablar de la enrevesada redacción de esas breves líneas, siempre que uno quiera pasar del simple y llano Feliz Navidad. Sin embargo, a algunos les merece la pena el empeño. Si el Centro de Investigaciones Sociológicas incluyera en su próximo sondeo la pregunta de si las fiestas navideñas son del agrado de la ciudadanía, estoy convencido de que la respuesta abrumadoramente mayoritaria sería afirmativa. El motivo es bien simple. Dejando a un lado algunos excesos en forma de consumismo desaforado o modos de afrontar estos días en clave “semanas de esquí a tutiplén”, aún hoy la inmensa mayoría de nuestras gentes disfrutan de estas jornadas en el sentido que expresaba inmejorablemente aquel anuncio de Nescafé: no hay nada como volver a casa por Navidad. No se habla aquí del simple hecho de regresar al propio terruño, de reunirse formalmente entorno a una mesa para dar buena cuenta de una pitanza un poco más cuidada de lo habitual. Sino de retomar antiguas amistades, de recuperar el tiempo perdido con nuestros allegados (tiempo no dedicado), de aprovechar para limar asperezas con el compañero de oficina. Existe, como digo, el riesgo de trocar este abanico de posibilidades por sucedáneos y espejuelos que terminarán sepultándole a uno en el hastío de una hipócrita cena de empresa. Pero las cosas son de otro modo. La alegría de retomar los viejos lazos es tan universal que hasta El Corte Inglés y Alberto Ruiz Gallardón lo saben y decoran sus inmuebles y calles en noviembre. Por eso la soledad resulta especialmente cruel en estas fechas y hay quien se rebela con violencia ante semejante despertador que le enfrenta, indefectiblemente, con la cara más trágica de su aislamiento. Las tarjetas de Navidad contribuyen a su contrario. Son cordón umbilical que nos mantiene unidos a quienes apreciamos. De ahí que hasta el Gobierno Zapatero y los Ministerios socialistas, el banco donde uno tiene la hipoteca o el proveedor al que uno le paga religiosamente sus vacaciones envíen también este año una puntual felicitación a los suyos. Si lo que nos acaba llegando es un motivo folklórico de cumbres nevadas, renos y altas coníferas o es una reproducción de una natividad de Murillo eso es harina de otro costal. No quiero concluir hoy estas líneassin recomendarles un libro. Me lo descubrió hace un año un buen amigo y colega que no se cansa de repetir: “Quien lo probó, lo sabe: leer a Azorín sigue siendo un placer”. Es verdad. Échenle un vistazo, si no, a “Lo que lleva el Rey Gaspar” (Clan Editorial), una selección de los relatos navideños del escritor levantino: —“Un par de sus cuentos en estos días de vacaciones que siempre tocan por las esquinas del año —explicaba con lucidez mi amigo-, nos darán la ilusión o la esperanza de ser, nosotros también, un poco mejores”.

 
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