Un polaco en Italia

A las cinco menos cuarto del 14 de octubre de 1978, diez días después del funeral del Papa Juan Pablo I, ciento diez cardenales electores y las ochenta y ocho personas seleccionadas para asistirles, entraron en cónclave, aislados del mundo. ¿Su misión? Elegir al sucesor.

A las 18:18 horas del 16 de octubre una visible columna de humo blanco se alzó de la pequeña chimenea de la Capilla Sixtina, señalando así que los cardenales electores habían elegido un nuevo Romano Pontífice. Veintisiete minutos más tarde, el Cardenal Pericle Felici apareció en la logia central de la Basílica de San Pedro y anunció la elección de Juan Pablo II a la Sede de Pedro: "Annuntio vobis gaudium magnum: Habemus Papam Carolum Wojtyla, qui sibi nomen imposuit Ioannem Paulum II".

Poco después, a las siete y cuarto, el nuevo Papa aparecía ante la multitud que le esperaba congregada en la Plaza de San Pedro, revestido con el tradicional blanco papal. Como recordaba estos días uno de sus biógrafos, Su Santidad rompió el protocolo no escrito de mantener las manos entrelazadas frente a su pecho, en actitud de modestia clerical. Juan Pablo II se aferró firmemente al balcón y pronunció en italiano las palabras ya familiares para decenas de millones de personas en todo el mundo: "¡Alabado sea Jesucristo!".

Karol Wojtyla se salió de la pauta marcada hasta ese momento por los Sucesores de Pedro. Desde el primer minuto de su Pontificado, Juan Pablo II comenzó a desplegar ante el mundo un talante nuevo, alejado de ceremoniales y rígidas etiquetas, que –según sostienen algunos comentaristas- ha sido la causa, por ejemplo, de su gran tirón entre los jóvenes.

Su personalidad magnética estaba sustentada en una vida íntegra y cabal, sin fisuras. El cardenal polaco que entró en 1978 en las dependencias vaticanas ajeno a cuanto iba a sucederle y salió Papa, tenía en la mirada –allí donde no queda sitio para el regate- su principal activo. Y el Santo Padre comenzó a ejercer desde el primer día ese influjo extraordinario. En primer lugar, en Italia.

Quién haya vivido algunos años en el país transalpino, como es el caso del que esto escribe, podrá corroborar lo complejo del “alma italiana”. Se trata de una nación capaz de ocupar la primera plana de los telediarios por los broncos debates de sus parlamentarios, que derivan en demasiadas ocasiones en auténticas trifulcas de taberna.

Pero, junto a esta rivalidad, las formas siguen imperando y los italianos ya están muy acostumbrados, por ejemplo, a contemplar cómo los líderes políticos de la parte opuesta al arco parlamentario hacen acto de presencia en los Congresos Nacionales del partido rival, algo inaudito en nuestras fronteras.

¿Alguien se imagina a Rodríguez Zapatero ocupando un asiento en la próxima convención organizada por la militancia del Partido Popular en Madrid o a Mariano Rajoy aplaudiendo desde un puesto preferencial de un salón de actos la propuesta de nombramientos de un nuevo Comité Ejecutivo Federal del Partido Socialista?

En Italia, lo natural es hacer compatible la dura competencia con el galanteo del “todo es negociable” y evitar de este modo que la sangre llegue al río. En este clima, irrumpió en Italia Juan Pablo II hace más de veintiséis años. Rápidamente, ese talante directo e íntegro, caló en el país de Dante Alighieri. Allí era tremendamente respetado por todos, una personalidad señera y referente indiscutible para la mayoría.

 

Ahora, mirando a Italia al contemplar los 9.664 días de pontificado de Karol Wojtyla, el tercero más extenso de la historia del Papado, uno se atreve a realizar un balance, voluntariamente alejado del número de sínodos convocados, de las encíclicas o cartas apostólicas redactadas, de los santos y beatos elevados a los altares o de los viajes a lo largo y ancho del mundo.

Y es que Juan Pablo II ha sido antes que nada un hombre íntegro.

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