Autorretrato, Delvaux, Dufy: las tres vanidades del Thyssen

Pero este año la brisa es además electoral y eso comporta un plus de voluptuosidad indiscutible: se besan los ninispodemitas bajo el palo de selfie, se besan los viejos atisbando promesa de pensión. Y los políticos intercambian mimitos con unos y con otros. La tan cacareada desafección se funde al calor del líder mitinero, cachazudo o poeta, conciliador o colérico, rotundo o anecdótico: que este año hay donde elegir.

Pero no solo los sobres electorales vuelan con más tino en la estación de la recuperación, digo regeneración, (¡vaya!) renovación. La primavera ha brotado también en los museos cuyas salas parecen estos días despertar a la luz de los violines de Vivaldi. Uno de ellos es el Thyssen-Bornemisza que acoge tres exposiciones decididamente recomendables.

El primer retoño brota a la altura prominentísima del ego del artista. Un cerro desde el que asomarnos a la tradición del autorretrato. Nos dan la bienvenida los abismados ojos de la que fuera pareja de Kandinsky. Gabriele Münter se sincera a medias revelándose como un ser bifásico, inestable, mitad luz, mitad penumbra. Un semblante a años luz del ensimismamiento flemático de Soyer, que se inmortaliza como pintor, paleta en mano. O pincel, como Max Beckmann, decidido a ingresar en la posteridad con un (¿paródico?) remedo de El Caballero de la mano en el pecho.

Después Rembrandt. Una soberbia tela del holandés preside la sala. O quizá la secuestra. Porque la mirada de Autorretrato con gorra y dos cadenas pesa, está viva y es ineludible. Su sinceridad abruma y fascina al tiempo como un relicario vivo que guardara el alma del maestro, o la invocara.


Solo comparable en intensidad psicológica es el Lucian Freud que cuelga como epílogo: Reflejo con dos niños. El nieto del fundador del psicoanálisis nos propone un juego de espejos en el que no es fácil adivinar quién está a cada lado y por qué. En primer plano, Freud aprovecha el audaz contrapicado para clavarnos una mirada asfixiante. A su derecha, dos niños, sus hijos Rose y Ali, conviviendo en una dimensión distinta. ¿Es tal vez una alegoría del aparato psíquico? Recordando otros de sus autorretratos, El pintor sorprendido por una admiradora desnuda, no es descabellado intuir huellas del legado del abuelo. Aquí estaríamos ante el primitivismo pulsional del ello, mientras en Reflejo con dos niños asistimos al juicio reprobatorio del superyó.


Los espejos de Lucian Freud son una grieta al submundo de la vigilia. Cruzamos el umbral pero al otro lado no está Alicia sino una de las criaturas de Paul Delvaux, que también visitan el Thyssen.

Es la gruta de Mujer ante el espejo (1936), una pintura inquietante que contiene algunos de los elementos clave en el imaginario del belga: la mujer, su doble o reflejo y la inclusión anárquica de elementos propia de los sueños.

 


Aquí la feminidad está sublimada en la concavidad del espacio, una oscura gruta que contrasta con el exterior donde arrecia el régimen diurno, el masculino. Quizá de allí procede el inopinado espejo de la cueva al que la ninfa se enfrenta con más desidia que placer.

Y es que la fémina delvauxiana es salvaje, mágica. Una mujer que conserva aún lazos pretéritos con el mito, que -a diferencia del hombre- todavía intuye el rastro de lo sobrenatural porque ella misma sigue siendo materia mística. La mujer delvauxiana es irreverente. En La anunciación, el artista parte de una escenografía que nos remite al célebre cuadro de Fra Angelicopero su revisión del pasaje bíblico raya la blasfemia: una venus yacente en el papel de Virgen y una criatura seráfica que, esta vez, podría ser la regente de un burdel.

Es una mujer nocturna. Parece haber nacido para poblar las desiertas calles de Chirico, para ocupar con su procesión silente aquellas polis oníricas. Las doncellas caminan erráticas y en ocasiones terminan regresando al origen, al limo telúrico de la naturaleza, en la que se transmutan. Una metamorfosis de la que el varón no es partícipe, como en El despertar del bosque, donde el personaje masculino de la izquierda (vestido, en contraste con la mujer) apenas repara en el frondoso gineceo que se manifiesta. Este individuo aparece también en Homenaje a Julio Verne, que transcurre en una de las enigmáticas estaciones de tren tan recurrentes en Delvaux. Era asiduo a este símbolo de tránsito o etapa, una idea que sugiere por medio de raíles a lo desconocido, solitarios andenes o convoyes, a veces en marcha, las más detenidos en la noche.

Nos subimos a uno de ellos y ponemos rumbo a la tercera y última vanidad. El ánimo se nos colorea a medida que nos acercamos a nuestro destino pero no dejamos de soñar, porque uno no termina de acertar si en El casino de Niza, alborea o atardece. O quizá dé lo mismo cuando lo que se festeja es la vida en sí.


Si Delvaux nos propone un trascendente periplo por los meandros del inconsciente, con Raoul Dufy nos embarcamos en una celebración mundana tan hermosa como epidérmica. Un carpe diem pictórico que asaetea implacablemente los sentidos con su exuberancia.

Lo hace incluso con maestría sinestésica, trocando en colorida explosión de guirnalda y festoncillo la cadenciosa melodía de su homenaje a Bach, Naturaleza muerta con violín. Podemos “escucharlo” en esta tercera -y nutrida- muestra del Thyssen que recorre la trayectoria del galo desde sus inicios impresionistas hasta su madurez fauvista pasando por devaneos con el constructivismo, Cezanne mediante.


Merece la pena concluir aquí nuestro viaje, en El campo de trigo de Dufy, convertidos en color/luz o en rebeldes manchas de independencia cromática. Color, y no solo político. Que este año la primavera llega más densa de lo acostumbrado.

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