El inestable puente de Munch

Lo dice Milan Kundera aunque esta especie de condena babélica ya la profetizó Edvard Munch el día en que la fría certeza le recorrió el espinazo como una descarga eléctrica. La sacudida no le arrancó un eureka sino el grito más atronador y pavoroso jamás pintado.

Grito de estrepitosa consciencia. De terror paroxístico a diluirse hasta desaparecer. Grito ronco de las pesadillas en las que gritar no sirve de nada. Un grito como un umbral de voracidad cósmica, como la última argolla de certidumbre entre paredes de modernidad líquida.

Gritar es lo que nos queda cuando la libertad se ha convertido en un mal sueño, en un perturbador juego de espejos (en la habitación roja de Twin Peaks) Es el grito lo que nos devuelve temporalmente el suelo bajo los pies. Gritar entonces es conjurar el delirio desde la faringe, aferrarnos con la vocal pánica a los últimos jirones de cordura.

“Iba por la calle con dos amigos cuando el sol se puso. De repente, el cielo se tornó rojo sangre y percibí un estremecimiento de tristeza. Un dolor desgarrador en el pecho. (…) Yo me quedé allí, temblando de miedo. Y oí que un grito interminable atravesaba la naturaleza.”

Así describió el noruego lo que vivió la tarde de 1893 en la que concibió su obra más célebre. Al dejar constancia de las emociones que gestaron El grito,probablemente intuía que aquel día, desde su sempiterno puente de Oslo, no había trasladado hasta el lienzo un ejercicio catártico más -de sus muchas fobias-, sino la purga simbólica de algo más grande, aterrador, colectivo y sublime. De la incipiente epidemia universal.

La posmodernidad líquida de Bauman, en la que sociedades y relaciones humanas se edifican sobre criterios inasibles y triviales, en constante cambio, está retratada más de medio siglo antes en aquella tarde roja de Cristianía. Munch preconizó sus huellas distópicas desde un horizonte serpentino y amenazador que busca confundirse con el ocaso y que, en su delirio, arrastra a la pasarela -hoy urgente- de la vida: nos apremia a cruzarla aunque no dice adónde. En otro tiempo fue camino cierto y jalonado. Ahora está desnudo y lo recorremos solos, como el protagonista, de angustia tan terrible como efímera.

Tal derroche de clarividencia recibe hoy un castigo homérico. El cuadro de Munch se ha convertido en icono pop: elevado y deglutido por la misma contemporaneidad indolente y resbaladiza. La muestra Arquetipos, que puede visitarse en el Thyssen, no esconde que esta tela es el reclamo de fondo pese a que también es la gran ausente. Nos invitan a conocer el Edvard Munch más allá de El grito, y las salas de la pinacoteca, enjambradas de visitantes desde comienzos de octubre, son el mejor acuse de recibo.

De hecho Munch habría salido de allí gritando. Depresivo y solitario, con frecuencia el género humano lo superaba. Un hecho que traslada a su obra donde la sociedad se manifiesta siempre como una presencia acusadora y opresiva. Ocurre enAnsiedad, de composición similar a El grito, donde esta vez un grupo de hombres y mujeres, bien ataviados aunque de rostro indefinido, avanza hacia el espectador como una comitiva siniestra, fantasmagórica, dispuesta a abandonar el cuadro.

 


Ansiedad es de finales del XIX, cuando el ritmo de vida comenzaba a acelerarse en las ciudades. A principios del XX, Munch volvía a invocar al siniestro desfile aunque empleando la técnica xilográfica, acorde a la nueva magnitud de su misantropía. Al negrísimo resultado lo tituló Pánico, una escena de clara influencia goyesca en la que 'el otro' se revela como una amenaza tumultuaria, grotesca.


Ese 'otro' que rompe la calma e introduce lo obsceno -entendiendo por esto lo que no debía mostrarse y sin embargo se muestra- también puede ser la muerte. Una enfermedad fatal como la tuberculosis que se llevó primero a su madre y poco después a su hermana siendo Munch un niño. Un episodio traumático -que le instala en una permanente zozobra vital- pero al cabo, fundacional, ya que determina poderosamente la sensibilidad del futuro artista. No en vano, el rumor de aquella dramática vivencia se deja ver en muchos de sus cuadros de forma más o menos expresa. En la serie La niña enferma, de una potencia matérica abrumadora, cada pincelada cae a plomo: inexorable y virulenta como el avance de la enfermedad.


Aquel trauma infantil configuró también su primera visión de la mujer, entendida como una criatura débil y vulnerable, aunque secretamente maldita por su sexo. Mientras éste permanece latente, ella florece candorosa y venerable. Pero tan pronto se manifiesta, la mujer se desvirtúa. Así lo expresa plásticamente enPubertad, una de las obras más perturbadoras de la muestra, en la que una joven desnuda, sentada al borde de la cama, cruza sus brazos y aprieta las rodillas en la esperanza de ahuyentar así a la oscura sombra de la futura mujer.

Sentía predilección por la femme fragile pero le arrebataba la femme fatale, a la que la que al mismo tiempo desea y teme. En días en los que el feminismo, a través de los movimientos sufragistas, se hacía notar, Munch terminó de convencerse de que la nueva mujer enterraría al hombre, que ahora “se convierte en el sexo débil”, escribió.

Con semejante partenaire, es normal que el noruego -que acaso también prefiguró al 'pagafantas'- imaginara las relaciones amorosas como un intercambio tortuoso, parasitario, emponzoñado por los celos, vampírico (entonces también se llevaba Drácula, y sus mujeres son -incluso físicamente- sanguijuelas dignas de Bram Stoker) en los que mediante el señuelo del erotismo -contenido en las abundantes cabelleras de las protagonistas- se succiona la vitalidad del compañero. O acaso su identidad, como se sugiere en la desconcertante serie El beso. Un recorrido analítico que parte de la imagen de dos amantes que se besan y que termina cuando el uno fagocita al otro.

Hay Munch más allá de El grito.


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