La universidad impostada

Edificio de la Escuela de Minas de la Universidad Politécnica.
Edificio de la Escuela de Minas de la Universidad Politécnica.

Tengo para mí que la universidad española está inmersa en un lento pero firme proceso de decadencia. En el último ranking de Shanghái nuestra mejor representante aparece en la franja 151-200 seguida de 10 en la franja 201-500. Entretanto, los países de nuestro entorno colocan 13 universidades entre las 100 primeras. El hecho de que 40 de las 76 universidades patrias estén entre las 1000 mejores del mundo, es señal, para algunos, de que gozamos de un nivel de calidad razonable para la financiación que reciben. Ciertamente, el que no se consuela es porque no quiere, pero los datos también sugieren una cómoda resignación con la mediocridad.

Creo que ni el gasto ni los rankings definen la calidad del sistema. Es necesaria una mirada algo más cautelosa. La universidad no es ajena a la sociedad a la que sirve ni está confirmada per se en su misión, sino que ha de hacerse idónea día a día. Para ello no puede renunciar a su razón de ser, esto es, la búsqueda y exposición de la verdad, pero no de una verdad cualquiera, sino de la concerniente a la frontera del conocimiento. En la misma medida en la que la universidad abdique de su misión, ya sea porque no investigue o porque renuncie a enseñar, se habrá devaluado su calidad.

Intentaré exponer algunos síntomas de esa decadencia y sus causas, ciñéndome al sistema público, que es para el que trabajo desde hace 30 años. En lo docente, la educación universitaria se ha contagiado del pedagogismo que inunda los niveles inferiores del sistema educativo, concediendo a la innovación y al despliegue de las nuevas tecnologías una importancia desmedida en detrimento del fomento del conocimiento, que debería procurar, por ejemplo, los medios oportunos para cubrir las carencias formativas de los nuevos alumnos.

La excesiva oferta de plazas permite la admisión de estudiantes mal cualificados, contribuyendo a devaluar la exigencia académica a fin de eludir las abultadas tasas de abandono que tanto temen nuestros gestores. No debemos olvidar que la enseñanza superior es de suyo elitista, por mucho que haya quien sufra de prurito ante esta idea, de la misma manera que lo son las olimpiadas, donde a nadie sorprende que la participación esté condicionada a superar una marca.

Con todo, lo peor es que la docencia se ha visto relegada a un segundo plano en la carrera profesional ya que los incentivos se sitúan muy lejos de las aulas. Como nos enseña la Teoría de Juegos, si las reglas priman unos aspectos en menoscabo de otros, es natural que los jugadores tiendan a transitar los caminos privilegiados desdeñando los menos provechosos. De esta suerte, si hoy en día los incentivos premian solamente la investigación, no podemos extrañarnos de que dar clase sea percibido como una pérdida de tiempo.

Una consecuencia no pequeña de la adulteración de la docencia es la aceptación del aforismo de que el cliente siempre tiene razón. Esto es lo que vivió Maitland Jones, profesor de Química en la New York University, cuyo contrato fue rescindido en 2022 como consecuencia de las quejas de algunos de sus estudiantes que adujeron que Jones no había hecho “del aprendizaje y el bienestar de los estudiantes una prioridad”. Aunque el caso no es español, aquí sentimos la misma presión, tal y como atestigua el recorte de los contenidos en aras de desechar todo lo que “no sirve”, sin caer en la cuenta de que el único conocimiento que no sirve es el que no se tiene.

Al final, los mecanismos de garantía de la calidad se limitan a vigilar que las estadísticas y las encuestas de satisfacción sean favorables, sin entrar a evaluar si se cumple o no la misión universitaria. Así, los gestores prefieren garantizarse una aceptable tasa de aprobados que llene las aulas de estudiantes felices, antes que escudriñar si los egresados están bien preparados. En definitiva, se trabaja con ahínco en el decorado mientras se posterga lo esencial, permitiendo que la impostura gane terreno en una institución cuya naturaleza debería estar ligada a la verdad.

El método empleado para valorar la investigación desvirtúa absolutamente su desempeño y afecta negativamente a todo el sistema. La calidad del investigador se cuantifica por el número de artículos publicados, aunque esto no garantice su excelencia. Pensemos que Albert Einstein publicó no más de 25 papers en toda su carrera, mientras que hoy en día es habitual encontrar profesores universitarios con más de 250 artículos en su curriculum vitae. Si la calidad de la investigación estuviera efectivamente relacionada con el número de publicaciones, España debería tener muchos premios Nobel, pero no es así. En realidad, se precisa una mirada más prudente y así lo entendió el Tribunal Supremo en junio de 2018 cuando, a demanda de Amparo Sánchez Segura, profesora de la Universidad de Extremadura, sentenciaba que hay que “leer los trabajos para acreditar los méritos de investigación en la Universidad”.

¿Cómo se puede alcanzar una producción científica tan abultada como la que acostumbramos a ver hoy? Pensemos que, en un principio, el juego es no cooperativo, ya que la promoción de un individuo está relacionada con sus publicaciones, pero, habida cuenta de que los artículos pueden venir firmados por varios individuos y de que el sistema premia a todos por igual, el juego se convierte en cooperativo, favoreciendo que un subconjunto de jugadores tome decisiones que recompensan al grupo. A partir de ahí, todo sigue un proceso elemental: el grupo suscitará un líder que garantice su financiación; seleccionará los temas de investigación con más expectativas de éxito; captará aquellos individuos que acrediten mejor rendimiento y los “cuidará”, disminuyendo su carga docente; contratará becarios que produzcan muchos artículos, bajo promesa de empleo; etc.

 

En el caso de la universidad pública, una vez echado a rodar, el mecanismo es imparable y fomenta la aparición de lobbies que terminan haciéndose con el poder. La consecuencia lógica es la degradación de la docencia y, poco a poco, de los derechos y libertades de los profesores. En este sentido, es admirable la energía con la que los rectores defienden “su” derecho a la autonomía universitaria mientras, sutilmente, algunos parecen aspirar a limitar el derecho a la libertad de cátedra, sin advertir que el derecho colectivo a la autonomía deriva del personal a enseñar sin injerencias.

La descomposición es tal que, en lugar de buscar la verdad, se impone el manoseo de lo políticamente correcto. Otro caso allende nuestras fronteras ilustra lo que también sucede dentro de ellas. Alejandro Zaera-Polo llegó a ser decano de la Escuela de Arquitectura de Princeton hasta que cayó en desgracia y terminó siendo despedido en un turbio proceso. Este afamado arquitecto denuncia que la verdad se ha convertido en una cuestión contingente, sujeta al interés del lobby dominante y producto de la oportuna unanimidad grupal.

Con el actual marco normativo las universidades públicas no van a corregir el rumbo. Es indispensable modificar los incentivos adoptando medidas valientes. En primer lugar, estimular la auténtica docencia de calidad, procurando evaluar su desempeño con mecanismos objetivos, alejados de sondeos sociológicos y opiniones mayoritarias, y estableciendo mecanismos de selección de profesorado basados en el conocimiento. En segundo lugar, evitar valorar la investigación “al peso”, puntuando a un único autor por artículo y juzgando de manera prudencial la trayectoria de cada investigador. Y en tercer lugar, quebrar el poder de los lobbies, favoreciendo una movilidad efectiva del profesorado y contratando gestores independientes.

La universidad impostada no cumple el noble servicio que la sociedad espera de ella. Es urgente tomar decisiones que frenen la presente decadencia.

 

Rafael Rico López

Profesor de Arquitectura y Tecnología de Computadores

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