Las contradictorias relaciones del capitalismo americano con el chino

El presidente de China, Xi Jinping.
El presidente de China, Xi Jinping.

Alguna vez he comentado las peculiares relaciones de los países occidentales con China. No se aplica ya la clásica expresión politique d'abord, lanzada por Charles Maurras para afirmar la primacía de lo político en la resolución de los problemas económicos y sociales, primero en Francia y luego en el mundo. Ha sido sustituida por una especie de first business, que pone entre paréntesis la calamitosa situación de los derechos humanos en el continente amarillo, ante la prioridad del comercio, es decir, lo contrario del aislacionismo histórico del first America, al menos desde el presidente Wilson.

Acaba de protagonizar este planteamiento, a mi juicio, el magnate americano Elon Musk, en su reciente visita de tres días a China, donde tuvo un recibimiento comparable al de un ministro: estuvo con el de exteriores, el de industria y el viceprimer ministro, así como con grandes empresarios. Le Monde se permitió un punto de ironía –eran días de Cannes-, al titular la información con un “China extiende la alfombra roja al camarada Elon Musk”. Al cabo, Tesla vendió 439.770 vehículos en China en 2022, un 37% más que el año anterior. Y la gran factoría de Shanghái, inaugurada a finales de 2019, tiene capacidad para montar más de un millón de coches al año, suficiente para convertir a China en la principal productoras de Tesla en el mundo.

No deja de resultar contradictorio este fenómeno en el también propietario de Twitter, que la compró -decía- para defender la libertad de expresión. Por paradoja, esa red está censurada en China. Y no parece que Musk vaya a influir positivamente en un momento en que –también paradójicamente- las tensiones políticas y militares de Washington con Pekín son compatibles con el esfuerzo de las autoridades chinas por atraer inversiones extranjeras que contribuyan a la recuperación de su economía, maltrecha por la deficiente lucha contra el covid. Hace poco más de un mes, Musk anunció la instalación de una fábrica de baterías industriales en Shanghái.

En otro orden, al gran magnate se le ocurrió sugerir el pasado octubre –por ignorancia o interés- la posible integración de Taiwán en China como “zona administrativa especial”, la fallida y desleal solución tristemente experimentada en Hong Kong: una fórmula negadora de los derechos humanos, inaceptable para Taipéi, pero ideal para Pekín.

Las autoridades chinas prometen hoy al gran capitalista americano apertura jurídica, internacionalización del mercado, respeto del estado de derecho. Pero estas palabras no se compadecen con recientes medidas intervencionistas que, en nombre de la seguridad nacional, se dirigen contra las empresas extranjeras de auditoría y consultoría.

Tal vez este clima debería hacer pensar a Elon Musk, con mayor motivo por el recrudecimiento de la represión contra los militantes de los derechos humanos. No cesa desde la masacre en la plaza Tiananmen en 1989, y se salda con sentencias condenatorias a penas superiores a los diez años por el delito de subversión. Los hechos que merecen tan duras sanciones serían lícitos en cualquier país libre: reuniones para hablar de un futuro democrático, críticas a la política sanitaria del gobierno contra el covid, ejercicio profesional de la abogacía en defensa de militantes, petición de un estado de derecho. Condenas más graves que las infringidas a Liu Xiaobo, redactor de la Carta 08, Premio Nobel de la Paz 2010, condenado en 2009 a once años de prisión, donde murió, enfermo, en 2017.

Y no se trata solo de los derechos humanos. Cuando occidente avanza en soluciones gravosas para defender el medio ambiente, la China de Xi Jinping China sigue siendo el país más contaminador del planeta, con el 32% de las emisiones de dióxido de carbono; se encoge de hombros y se presenta como país en desarrollo, mientras intenta acaparar materias primas del tercer mundo, para llegar a ser la primera potencia mundial; subordina todo a su crecimiento económico, mientras los países desarrollados, conscientes de su responsabilidad ante una transición ecológica justa, promueven leyes fiscales más igualitarias y tratan de reorientar el consumo en términos de sobriedad energética.

¿Cómo fiarse hoy y ahora de las palabras de esos grandes capitalistas, sean comunistas o liberales?

 
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