Desequilibrios demográficos de París a Tokio

Un bebé recién nacido.
Un bebé recién nacido.

Con el paso de los años, la demografía ha alcanzado un interés máximo para diseñar políticas acertadas de futuro. Sin embargo, la experiencia viene mostrando que los efectos de las decisiones públicas –sean represivas o de fomento- se topan con la libertad de la persona, por muy condicionada que pueda estar por la realidad socioeconómica o, sobre todo, por rasgos específicos de la cultura dominante en cada momento. Basta pensar en el fracaso de la política del hijo único impuesta por el poderosísimo partido comunista en China, que intenta ahora superar –sin éxito de momento- las consecuencias negativas del progresivo envejecimiento de la población.

Muchos pensábamos que Francia ocupaba los primeros puestos de la natalidad en Europa, gracias a una generosa política familiar que, en conjunto, salvo retoques coyunturales, formaba parte de un marco jurídico independiente de las alternancias en el poder. Por eso, cuesta entender ahora por qué siguen bajando significativamente los nacimientos, cuando la pandemia no es ya explicación decisiva, porque la tendencia arrancó hace diez años.

Se han publicado allí, como en España, los datos sobre el primer semestre de este año: se han registrado 314.200 nacimientos, 24.000 menos que en ese mismo periodo de 2022: supone una disminución del 7%. El número de nacidos en junio (1904 de media diaria) baja un 7.2% respecto de junio de 2020, mes de referencia para concepciones antes de la pandemia. A esto se añade que los fallecimientos (313.300) se acercan demasiado al número de nuevas vidas: el saldo natural de la población se aproxima a cero y, en cualquier caso, es el más bajo desde la segunda guerra mundial.

La causa no está en el número de mujeres en edad de procrear, que sustancialmente no ha cambiado. No explica la caída de la tasa de fecundidad, que comenzó a bajar en 2012: ha pasado de 2,1 hijos de media por mujer a 1,8 diez años después. Si la bajada del 7% en el primer semestre se mantiene el resto del año, la tasa de 2023 será 1,68, la más baja desde mediados de los años 90.

Se barajan causas diversas, ninguna quizá determinante, pero todas coadyuvantes al proceso: el primer hijo se tenía en 1974 a los 24 años, que pasaron a 31 en 2002; la coyuntura económica es más incierta, agravada además por la guerra en Ucrania; no deja de influir el miedo al futuro a partir del cambio climático. Un gran experto en demografía, Hervé Le Bras, añade que la fecundidad está ligada a elementos muy personales, como la evolución de las costumbres, reflejadas en las condiciones de vida y el trabajo. Ha aumentado ostensiblemente la incorporación laboral de mujeres con diplomas variados, mientras apenas ha crecido la participación de los varones en las tareas domésticas y la educación de los hijos. Pero la clave sigue estando probablemente en la pérdida colectiva de esperanza.

Y las noticias que llegan de Japón, no por previsibles, son menos estimulantes. Al hecho real del envejecimiento de la población, se añade el del aislamiento de los mayores, que agudiza la soledad ante la muerte. Según una encuesta oficial de 2021, vivían solos 6,7 millones de ciudadanos, de entre los 35 mayores de 65 años (casi la tercera parte de la población); no hay estadísticas acerca de la kodokushi, la muerte en soledad que se descubre días más tarde.

Hace dos años se creó un ministerio encargado de la soledad, que se ha convertido en un problema social. Una de sus misiones es identificar a las personas mayores que viven solas, para organizar visitas regulares de voluntarios a sus domicilios. Por supuesto, se fomentan los centros de día donde ancianos solitarios puedan compartir su vida con otras personas: vehículos municipales se ocupan de los desplazamientos. Si hoy en Francia la primer ministro, Elisabeth Borne, anuncia la dotación de 200 000 plazas nuevas de guardería en el horizonte del 2030, en Japón se intenta aliviar a las familias de la atención a sus mayores con todo tipo de iniciativas de acompañamiento, para aliviar la soledad de los mayores.

Existen ya varias decenas de residencia de ancianos con un aire tristemente futurista: cuentan con robots que les ayudan a levantarse y acostarse, en el aseo, en los desplazamientos e, incluso, les animan a participar en momentos de ocio conjunto a través del canto coral. Por si fuera poco, instalan sensores en los colchones para controlar las funciones vitales, sin necesidad de rondas nocturnas.

Todo esto es laudable, porque es bastante necesario. Pero hace pensar en la importancia de promover soluciones positivas que puedan evitar una evolución social poco deseable. Ciertamente, la clave está en cada persona: las políticas mejor intencionadas pueden fracasar, sobre todo si parten de supuestos ideológicos y no de situaciones reales. Así, al leer sobre estos temas, advierto que se generalizan con frecuencia a toda mujer problemas que sufren sólo las madres. Por mucho que se refuerce la paridad entre varones y mujeres en la esfera laboral –la discriminación es injusta-, no parece realista igualar paternidad y maternidad. Vale la pena, quizá, aunque no sea fácil, aprender de errores ajenos.

 
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