La desobediencia civil llega al ecologismo en esta sociedad tan compleja

    Escribo tras una gratísima excursión por la sierra de Madrid, bien acompañado, pero con un pequeño disgusto, que confirma mi perplejidad ante notorias exageraciones de algo tan compartible como el cuidado de la casa común.

    A pesar de los avances tecnológicos, no he conseguido averiguar on line las razones por las que en los fabulosos pinares de Valsaín no encuentro esa plaga procesonaria, tan abundante, por contraste, en los también envidiables bosques de La Jarosa. Hace tiempo, un buen amigo, preocupado por la flora y al parecer experto, me dio una razón más bien política: la diferencia de tratamiento de los bosques en dos regiones distintas: Madrid y Castilla la Vieja.

    Lo cierto es que, al llegar la primavera, no es raro encontrar en los variados caminos de La Jarosa –lugar recomendable cuando los pronósticos meteorológicos apuntan hacia la lluvia- las típicas procesiones de esas orugas caídas de las bolsas de aparente algodón de azúcar instaladas en las ramas de cientos de pinos. Desde pequeño aprendí a no tocarlas –escuecen más que las ortigas-, y a pisarlas, para eliminar ese enemigo que no mata, pero debilita a los pinos.

    El sábado, al cumplir mi supuesto deber con el futuro de la vegetación, fui acusado nada menos que de asesino por un caminante solitario: nos alcanzó e increpó en el momento de una actuación mía que le pareció criminal. Su rostro y su envergadura daban miedo, pero pensé que no se atrevería desde su soledad contra un grupo, aunque no numeroso. Y me quedé perplejo cuando invocó nada menos que la ley natural...

    No sé si estábamos o no en zona asumida por el actual parque nacional de la Sierra de Guadarrama. Pero me vino enseguida a la cabeza que ese peculiar concepto de ley natural debe contribuir al aumento de señales prohibitivas, que rompen la armonía y serenidad de los lugares, junto con una especie de laisser faire distinto al del viejo liberalismo, ahora vinculado al respeto de lo natural. Salvo error por mi parte, desde estoicos a tomistas, esa ley profunda, metafísica, se refería a los seres humanos, no al cosmos. En la ley natural se contemplaban los designios de una ley eterna para la conducta humana, que incluía también lógicamente su comportamiento respecto de los demás seres creados.

    En el monte se piensa más de lo que parece, excepto cuando las sendas tienen demasiado desnivel... Y en esta tesitura, me vino a la cabeza la gran esperanza en el pensamiento ecológico de un viejo amigo, Jesús Ballesteros, catedrático de filosofía del derecho en Valencia. Lo expresaba en su gran ensayo sobre la postmodernidad –grande también por su brevedad-: la fundamentación filosófica de las inquietudes ecológicas enlazaba y revivía un pensamiento realista, de cuño aristotélico. Al menos, eso entendí.

    Y no dejo de dar vueltas a este tipo de problemas postmodernos, que se reflejan, por ejemplo, en fenómenos de desobediencia civil protagonizados sobre todo por gente más bien joven. Se manifiesta en doble línea, con mayor o menor violencia: así, los ecosabotajes a obras de arte superclásicas, una especie de ecoterrorismo menor, para atraer la atención hacia su inquietud ante la deficiente acción política en materia de calentamiento del planeta; en sentido contrario, los movimientos antiecológicos, que apuntan en lugares diversos –desde los Países Bajos a la Bretaña francesa-, ante la evidente falta de equidad de algunas políticas ecológicas. Este último fenómeno enlaza en parte con el movimiento de los “chalecos amarillos”, y refleja las quejas de agricultores y ganaderos frente a leyes y decretos que habrían sido elaborados por urbanitas desconocedores de la dureza de la vida rural, y configurarían también una especie de ecofiscalidad poco equitativa.

    Sin entrar en el fondo de cada problema, es tal la abundancia de regulaciones, autorizaciones previas, observatorios, controles, agencias de vigilancia, servicios de promoción ideológica..., que se comprende el resurgir de la desobediencia civil: en cierto modo, alcanza también a la progresiva rebelión de los jóvenes contra una organización del trabajo materialista y competitiva, que no los plenifica.

    Los problemas son reales: la racionalidad económica acaba prevaleciendo con frecuencia sobre la dignidad del trabajador, el bien de la persona o de poblaciones enteras. También la contaminación o la destrucción del medio ambiente puede ser fruto de una visión reductiva y antinatural, que reflejaría un relativo desprecio de lo humano. Pero, en una sociedad tan compleja como la contemporánea, no faltan remedios peores que las propias dolencias. 

 
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