Escarmentar en cabeza ajena: crece la mortalidad en EEUU

A tenor de la abundancia de titulares de prensa, parece que el principal problema social en España es la violencia de género y los abusos sexuales sufridos por las mujeres. Tal vez hay demasiado grito y poco estudio: en concreto, falta quizá una valoración rigurosa de la eficacia –o ineficacia- de la inflación legislativa en este campo. 

No me parece ocioso lamentar la ignorancia jurídica, que señaló brillantemente hace años el profesor Gimbernat a raíz de la sentencia sobre la Manada: la ha recordado ahora en otro completo análisis de las leyes penales, que constituye también un buen ejemplo de divulgación científica.

Pero siento otras lamentables ignorancias -al menos, omisiones- respecto de las causas de esos no menos ilícitos comportamientos, que pueden llevar a una aporía: una norma que exalta la voluntad de la persona –el consentimiento como clave de la legalidad- no puede evitar el choque con voluntades ajenas, que imponen deseos obsesivos, sin recursos para dominarlos; una cultura educativa que considera represivo el temple del carácter no está en condiciones de contribuir a la plenitud de la libertad humana. 

En ese contexto, se olvida con frecuencia la influencia –o concomitancia- del alcohol y los estupefacientes, así como la inestabilidad familiar, en tantos desórdenes sexuales vitandos. Sí se tiene en cuenta en el análisis del incremento de la mortalidad en Estados Unidos, con la consiguiente disminución de la esperanza de vida, algo insólito en un país tan desarrollado.

En síntesis apretada, la esperanza de vida de los estadounidenses bajó a 76,1 años en 2021, el nivel ínfimo desde 1996, según los datos del National Center for Health Statistics para 2022. El descenso desde 2019 es de 2,7 años, y no se explica sólo por la pandemia. Una encuesta reciente del Financial Times estima que uno de cada 25 niños, de 5 años hoy, no llegará a los 40, cuatro o cinco veces por encima de otros países desarrollados, a pesar del mayor gasto de EEUU en sanidad: el 18,3% de su PIB.

En 2021, para 332 millones de habitantes, se produjeron 26.000 homicidios, 49.000 muertes por accidentes de tráfico y transporte, 48.000 suicidios y 98.000 fallecimientos por sobredosis de opiáceos, sobre todo entre varones jóvenes.

Ante la magnitud de los datos –lejos del casi medio millón de personas víctimas del coronavirus-, se impone pararse a pensar porque, quiérase o no, la cultura americana domina en medio mundo, sobre todo a través de lo audiovisual. En buena medida, la situación actual podría ser otro importante corolario de aquellas contradicciones culturales del capitalismo, que describió en su día Daniel Bell y difundió en Europa Alain Touraine. 

En teoría, la política estadounidense contra las drogadicciones se centra en la lucha contra el narcotráfico, es decir, contra la oferta. Pero la raíz está en la demanda: no se buscan de veras modos de reducirla; al contrario, prevalece poco a poco la tendencia a tolerarla, como muestra la despenalización del consumo: suele comenzar a partir de los efectos terapéuticos del cannabis, y lleva a la progresiva normalización de la producción y el comercio, con regulaciones semejantes a las del tabaco, aunque menos exigentes.

La cuestión de la felicidad es muy antigua. Forma parte de ideales de la educación presentes ya en la cultura griega de la mano de Homero, como analizó brillantemente Werner Jaeger en su magna obra Paideia. El sentido del placer humano forma parte de la respuesta. Y no es paradoja la confluencia por vías distintas de estoicos y epicúreos en la importancia de la templanza. Porque la infelicidad de la persona –incluso, del ambiente social- deriva más bien de la búsqueda obsesiva de lo placentero y del rechazo de cuanto provoca dolor. La auténtica educación de la juventud –más allá de moralismos- debería forjar escudos de resistencia ante los múltiples malestares de la condición humana: porque la cultura postmoderna, con su exaltación del todo vale, acaba menguando o destruyendo la libertad de la persona. 

 
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