Las guerras interminables de África

Comenzaba el año brindando por la paz. Mi deseo es más profundo respecto del continente africano, donde no cesan violencias ni conflictos. A España llegan quizá sólo los grandes problemas, como el actual de Mali, o aquellos en que hay víctimas nacionales. Pero, por desgracia, para un lector de prensa francesa, las acciones terroristas y las contiendas civiles son claramente excesivas.

A pesar de todo, el conjunto del continente arroja datos favorables de crecimiento económico. ¿Qué sería si se resolviesen o, al menos, se encauzasen los actuales conflictos? Tras años de relativo apaciguamiento, la coyuntura actual evoca la situación de los años noventa del siglo pasado. Aparte de posibles nuevas ayudas de la cooperación internacional, sería preciso que cesasen tantas injerencias extranjeras ‑no precisamente humanitarias‑ dependientes del tráfico internacional de armas, materias primas y drogas. La aguda conflictividad endémica se ve acentuada hoy, además, por el fundamentalismo islamista.

La complejidad de las situaciones –no trato de los países implicados en la "primavera árabe"- se refleja, por ejemplo, en Mali: la insurgencia tuareg en el norte, hasta la conquista de Azawad, fue rebasada pronto por la intervención del Movimiento por la unidad y la yihad en África occidental, nacido de una escisión de Al Qaeda en el Magreb Islámico. Éstos últimos, extremistas muy activos, aparecen y reaparecen en lugares distintos, como Argelia, Mauritania, Níger o Burkina Faso. De hecho, la intervención militar francesa y alemana se ampara en la lucha contra el terrorismo.

La influencia islamista es también preponderante en la violencia en los Estados del norte de Nigeria. Sus líderes pertenecen al movimiento fundamentalista Boko Haram, que ha causado cientos de víctimas en atentados dirigidos a objetivos diversos, pero que alcanzan especialmente a las comunidades cristianas (en cuanto exponentes de una cultura extranjera vitanda). De todos modos, su fuerza es inferior a la Al-Shabaab, vinculado expresamente a Al-Qaeda, que trae en jaque desde hace siete años al gobierno provisional de Somalia.

La inestabilidad somalí se proyecta sobre Kenia, también como represalia contra acciones del ejército de Nairobi en apoyo de Mogadiscio. No se puede olvidar tampoco que Kenia vuelve a tener elecciones presidenciales en marzo de 2013: confiemos en que no se repitan fraudes y enfrentamientos tribales que causaron cientos de víctimas, en un país hasta entonces más bien modélico, como Costa de Marfil en el área francófona. En estos momentos, muchos pronostican un futuro incierto, por el creciente clima de inseguridad y violencia.

La consulta electoral coincidirá casi con la de Zimbabwe, donde está por ver si el indomable presidente Robert Mugabe, en el poder desde hace más de tres décadas, dejará al fin paso a su oponente, Morgan Tsvangirai, primer ministro desde 2009: se llegó a esa solución como medio de evitar una guerra civil. Pero sus relaciones personales distan de ser amistosas... Mucho se ganaría si Mugabe aceptase la presión internacional, decisión nada fácil para un autócrata a punto de cumplir 89 años.

Últimamente la prensa internacional ha vuelto a ocuparse del endémico conflicto en el este de la República Democrática del Congo, que ofrece rasgos de máxima incertidumbre por la aparente veleidad de sus líderes: así, en la última rebelión de noviembre pasado, la milicia del M23 llegó a tomar la ciudad de Goma, pero luego se retiraron. Dos tristes cosas están claras: la abundante presencia de niños-soldados y la debilidad del ejército congoleño. No hay seguridad ante el futuro.

También resulta incierto el porvenir de Guinea-Bissau y de la República Centroafricana. Guinea va concatenando golpes de Estado, y es cada vez más rehén de los narcotraficantes de drogas, como lugar de encuentro de la cocaína americana y el opio afgano, para su posterior distribución en Europa. Y nadie imagina qué puede pasar en África Central, tras la reciente sublevación del movimiento Seleka, en la que han participados cientos de miles de rebeldes.

Noticias esperanzadoras llegan de Sudán y Sudán del Sur, después del pacto alcanzado a comienzos de enero dentro de la antiquísima disputa sobre las fronteras y el petróleo. Desde la división del Estado en dos, la comunidad internacional ha olvidado la tragedia que asoló Darfur durante casi dos décadas. Pero el conflicto sigue latente, también porque no llegan a aplicarse los acuerdos firmados por Jartum y Juba, los anteriores en septiembre de 2012. De hecho está paralizada la producción petrolífera en el sur, prácticamente su único recurso económico, y continúan las acciones bélicas en la frontera.

 

La clave de la paz sigue siendo, como subrayaba Benedicto XVI en la clásica audiencia al cuerpo diplomático ante la Santa Sede, la protección de los derechos fundamentales de la persona, comenzando por el de libertad religiosa.

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