La hipertrofia de las leyes se mitiga con su incumplimiento

Aborto.

Como era previsible, el avance de la secularización de la sociedad coincide con la divinización del poder político, dispuesto a legislar de lo divino y lo humano a su imagen y semejanza, taponando los resquicios de la libertad: nada queda fuera de su potestas. Basta pensar en resoluciones del Parlamento europeo que pontifican sobre Estados Unidos o Myanmar e, incluso, se atreven con China y con los generales birmanos.

Fui alumno de Federico de Castro y Bravo en la Facultad de Derecho de Madrid al final de los cincuenta. Con cierta ironía, aplicaba a lo jurídico temas de actualidad en la época, como el vitando término de inflación, consecuencia de años de autarquía. Lo utilizaba para advertir contra la amenaza de la inflación legislativa. Y comentaba con sorna que la abundancia de las leyes se mitigaría con su incumplimiento. No veía un poder ejecutivo capaz de conseguir la aplicación de sus normas sin convertir el Estado en un gran presidio. No imaginaba la potencia de la revolución tecnológica.

Ahora que tanto se escribe sobre la cultura de la sobriedad, como medio radical para evitar el desastre ecológico, los partidos políticos deberían quizá tomar nota para ser también muy sobrios jurídicamente: menos normas, mejor pensadas, escritas en buen castellano, sin tanta perspectiva superflua y, al contrario, con tendencia a reducir las burocracias. 

He leído varias noticias en un solo día que, a mi juicio, muestran la agudización del Estado demiurgo, con sus efectos perversos (en el sentido sociológico del término); importa mucho invertir esa tendencia.

Las leyes sobre la vida y la muerte afectan necesariamente a los profesionales de la medicina. En su inmensa mayoría, siguen el juramento hipocrático. Cuando el Estado intenta imponerles obligaciones que se apartan de la vida, se defienden razonablemente invocando el derecho a la objeción de conciencia: no se puede tirar por la borda la gran victoria de la Ilustración sobre la primacía de la libertad de conciencia. Si la ley prohíbe la objeción –puede no estar reconocida expresamente en la constitución estatal-, no les queda otro camino que el de la desobediencia civil.

Paradójicamente es la solución propuesta por algunos abortistas franceses, como reacción ante la sentencia del Tribunal Supremo de Washington: ni la tradición jurídica milenaria –al menos desde el código de Hammurabi- ni las constituciones políticas modernas han configurado un derecho al aborto. Al contrario, existieron siempre modos efectivos para defender los derechos del nasciturus. 

Pero dos miembros de una ONG francesa publican una tribuna en Le Monde el 13 julio, dispuestos a apoyar a las mujeres que deseen poner fin a un embarazo, dando la batalla en cualquier lugar donde estén amenazados sus derechos y su salud. De ahí que llamen a “desobedecer leyes injustas y peligrosas”. Sonroja la irracionalidad de los argumentos, que mezclan indiscriminadamente derechos de la mujer, protección de la salud y criminalización jurídica.

Ese mismo día aparece también en Le Monde la noticia de la sentencia de un tribunal de París sobre el genocidio de los tutsis en Ruanda: condena al antiguo prefecto de Gikongoro a veinte años de prisión, como cómplice de genocidio y crímenes contra la humanidad, por no haber elegido la vía de la desobediencia; se refiere expresamente a masacres en escuelas y parroquias el 21 de abril de 1994. En el conjunto de esa prefectura, situada en el suroeste de Ruanda, fueron exterminados 125.000 tutsis en aquella primavera. No estuvo en el campo de los asesinos, ni aceptó sus barbaridades. Pero podría haber abandonado sus funciones y huir hacia Burundi o el Zaire, como hizo algún otro prefecto. Las asociaciones de víctimas están decepcionadas, porque esperaban una condena como autor, no como cómplice. 

En cualquier caso, muestra la volatilidad jurídica de conceptos imprecisos cuando se aplican a hechos reales de gran fuerza humana: obediencia debida-desobediencia obligada; libre conciencia-objeción negada. En definitiva, parece indispensable legislar menos y con máxima precisión técnica, para que ciudadanos y funcionarios no tengamos que arriesgarnos a un continuo incumplimiento.

 
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