Alemania y las virtudes masculinas

Pisamos un umbral de incertidumbre ante la posibilidad de la última metamorfosis victoriosa de Gerhard Schroeder, el voto regresivo a Oskar Lafontaine o el éxito de Joschka Fischer en la detención del caudal de adhesiones que fluye de los Verdes alemanes hacia opciones más resueltamente heterodoxas. En el caso de los Verdes, se trata de la injusta tasa pagadera por haber aportado para general sorpresa un contrapeso de responsabilidad en el feneciente gobierno de Schroeder. La muy parcial y restringida alabanza de los Verdes muestra con efecto de contraste la descomposición moral del SPD, entendido hoy como una potencia inútil, encharcado en el cenagal de las promesas sin cumplir, tributario de las palabras más aéreas de la socialdemocracia y deudor a perpetuidad de su buen nombre. Queda ahora Schroeder en ausencia de créditos que añadir a su apostura. Él responde más bien al biotipo del político latino, propenso a la constancia pendular entre la inconcreción y la retórica, dado siempre al heroísmo intransitivo, a una gestión gestual que ha llevado de la voluntad de reforma a una actualidad de preocupación superior a su dominio. Entre la inflamación del déficit y el patriotismo económico, no es una paradoja que los más compasivos defensores del Estado del Bienestar hayan facilitado paso a paso la tarea de suavizarlo o disolverlo. Habrá quizá más urgencia y más alivio en la retirada de Schroeder que en la llegada de Merkel al poder. Es, otra vez, una incertidumbre, y sin embargo cuenta el mérito de caer mal y estar ahí cuando algunos caen muy bien y nunca llegan. El país soporta pesadamente los simbolismos de la unificación, y del currículo de Merkel pueden extraerse si acaso lecciones de rencor creativo, propio de los listos minusvalorados. Más allá de esto, algunos observadores anticipan un gobierno menos conservador y menos liberal de lo que quisiera esperar una derecha europea atenta a las anfractuosidades de Blair, intrigada por el buen suceso de un hermafroditismo político que le permite empatizar con las izquierdas y también con las derechas. Es ahí donde tendrá que mostrar su consistencia Angela Merkel, y Rajoy, de paso, buscar el beneficio de su sombra en viaje hacia Berlín. Frente a la noción de Alemania como potencia silenciosa, atareada en la exportación de ingeniería, existen determinaciones de centralidad, demografía e historia que impiden la opción de la invisibilidad. La introducción de un sistema tributario de tipo único puede ahora acabar con la ordalía impositiva que sufren los alemanes, reproducir a escala superior los efectos salutíferos habidos en economías excomunistas y erigirse como dato ejemplar para el resto de Europa. Sería una compensación capaz de borrar la pieza melodramática, tan poco edificante, que ha ensayado Alemania en estos años: no hace mucho tiempo agitaba Schroeder todavía un discurso anticapitalista de gran ferocidad ante los mineros jubilados del Ruhr, que se volvieron sin emoción a sus Mercedes. Más recientemente, con abultada incontinencia, hizo campaña a propósito de Irán. Calcular la magnitud del lucro cesante que la Europa real y la Europa institucional deben al político más truhán del continente será un trabajo de erudición interminable. Merkel tal vez sea “un misterio sin atractivo”, pero no ha de hacer uso del esquematismo antiamericano tan del día. En realidad, suele haber más sensatez en las mujeres con virtudes masculinas que en los hombres con virtudes femeninas.

 
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