Amo, amas, amat - Lamentación por los viejos profesores de latín

El tiempo que todo lo engulle ha engullido también a aquellos viejos profesores de latín que llevaban gafas sucias y trajes color caca: esos seres gruñones, arbitrarios, generalmente dispépticos, perfectamente entrañables. Los retrató para siempre Evelyn Waugh en el personaje –“más bien calvo y más bien corpulento” de Scott King. A los profesores de latín cabía agradecerles al menos una cosa: su nula voluntad de parecer modernos. A buen seguro, su relación con el mundo era armónica: el mundo los despreciaba tanto como ellos despreciaban horacianamente al mundo, en una colisión tan evidente que no era necesario añadirle mucho afán. Al fin y al cabo, los profesores de latín se permitían uno de los placeres más altos de la vida: ser alguien pintoresco, ornamental, inútil, válido tan sólo para decirle al ignaro que las comas no se ponen para salpimentar el texto oque Venus no sólo es nombre de un club de carretera. En fin, los profesores de latín constituían un modelo humano en clara contradicción con el de David Bisbal: eran casi los únicos capaces de decir ‘nosotros, que hemos perdido’, con toda autoridad, con toda dignidad. El consuelo de que su verdad fuera más alta que el mundo podía ser el último refugio en las noches de insomnio y crisis pero –por lo general- era cosa que se resolvía con una sonrisa de escepticismo elegante, también por lo evidente: envanecerse del idealismo propio no deja de ser característico de la inmadurez. Con Hazlitt, venían a mostrar que hay una dimensión distinta a la sumisión fatal a los poderes del día.

Hoy que las facultades de Humanidades son el camión de la basura de la revolución, perdido todo orgullo erudito, con los profesores en cuyas manos temblaba el verso dulce de Virgilio participando en funciones de teatro alternativo o jaleando a Evo Morales, uno sólo puede recordar con emoción a esos profesores que intentaban inculcar las glorias de la civilización a los alumnos, con los mismos argumentos de indefensión que San Francisco ante el lobo. Me gusta imaginarlos repasando a escondidas algunos versos licenciosos de Catulo para aligerar las horas de gramática, o permitiéndose la fantasía de una pajarita o una pipa; acaso emocionándose, una vez al año, al recitar el ‘Beatus ille’ a los alumnos, mientras, naturalmente, los alumnos estaban a cualquier otra cosa. El mundo iba así cuando iba mejor. En The Rector of Justin, la gran novela de Louis Auchincloss, el carácter opcional del latín marca el momento en que la vieja escuela deja de ser la vieja escuela. Entra la modernidad como una bomba fétida y uno supone que no tardarían en entrar el conocimiento del medio o la pretecnología. Por supuesto, el latín necesita reivindicarse tanto como la belleza de Cleopatra: es decir, no lo necesita.

Quien esto escribe estuvo a un tris (tris, trijós: cabello, pelo) de dedicar su carrera universitaria al griego y al latín, de modo que sólo puedo albergar un sentimiento de agradecimiento y deuda, o la fantasía siempre demorada de recuperar alguna vez ese hilo de luz en la memoria. Los mecanismos del recuerdo son muy particulares: estoy seguro de que, al traducir a Tito Livio o a la irritante monja Egeria o, más tarde, al leer ese latín jurídico emanado de la tierra, hubiera preferido estar en cualquier otra parte, pero ahora sólo puedo recordarlo como un estado de felicidad edénica, como una lejanía que colmaba. Había algo singularmente hermoso en la dificultad de la lengua: tras siete años de latín, uno no puede considerar que sepa nada. Si un estudiante de primero de medicina sabe infinitamente más que Hipócrates, el latín nos ponía en pie de igualdad –de humildad- con europeos de todo tiempo, de los monjes culones al gran Jovellanos, alentando un sentido vivo de la continuidad. ¿Qué nos queda del latín? Es difícil saberlo, pero acordarse de los poetas de Roma en un huerto, o a la sombra de un árbol, o al ver las plácidas ovejas o mordisquear las opimas uvas de un racimo, el culturalismo está ausente, y sólo quedan el sueño y la dulzura, un espacio para las clemencias de la vida. Años atrás, oía decir de alguien que tenía un latín excelente y sólo podía abrir la boca de admiración: quizá porque uno no hubiera deseado más vivamente otra cosa, aunque esta del latín sin duda no servía para restregársela al vecino. ¿Qué nos queda del latín? Tal vez una noción de la belleza, la esperanza de que esa belleza aliente el pensamiento. Y una piedad en la memoria.

Es posible que el latín causara a muchos sufrimiento pero de alguna manera dejaba el convencimiento de estar ante algo respetable y participar de de una importancia superior. La gramática tradicional –recomiendo Not Saussure, de R. Thallis-, hoy en el olvido, tenía sus sabidurías, aunque sólo sea porque aprendimos a sobreponernos al tedio o porque tuvimos la suerte de entender el ablativo absoluto con el Rege Carolo de la puerta de Alcalá. No mezclo la añoranza del latín con la añoranza de la juventud perdida: es añoranza exclusiva del latín, de pulir una traducción con la conciencia clara de que jamás llegaríamos a su sobriedad sintética, económica, a su resonante exactitud. A muchos les quedará el recuerdo de que los romanos no hablaban más que de flechas y campamentos pero pasan y pasan los siglos y la prosa de Cicerón empequeñece prácticamente toda prosa. Creo que el hurto del latín y el griego a las generaciones jóvenes es una manera de desengancharlas de lo que había sido la cultura europea. Ha sido una gran estafa, para crear hombres sin raíces y sin una conciencia de lo pasado. Quizá creían que acababan sólo con el griego y el latín y acababan con una transmisión de lo que había sido la cultura en Europa. En realidad, puede incluso argüirse que era bueno pasar por el griego y el latín precisamente cuando uno nunca iba a usarlos: nada forma mejor que la familiaridad con lo mejor. De cuando en cuando el latín vuelve a la moda: unos fineses –por tradición grandes latinistas- emiten un noticiero en latín; unos alemanes cantan hip-hop en latín; David Beckham se ha tatuado frases latinas; la Santa Sede actualiza su glosario para que quepa la palabra ‘bikini’, vesticula balnearis Bikiniana. En la prensa y la política inglesas hubo siempre latinistas, que pasaron de escandir versos en Oxbridge a, por ejemplo, la alcaldía de Londres: ahí está el peculiar alcalde Boris Johnson. Por aquí hemos tenido no a Tierno –que no lo sabía más que a tientas- sino a Fontán o a Tovar.

Hace un par de años, Harry Mount, de estirpe prestigiosa –sobrino de Powell, hijo del político tory y muy sensible escritor Ferdinand Mount, y primo de D. Cameron- escribió un librito para enseñar cómo ser un “latin lover”. Era algo así como una guía humorístico-práctica del latín que aprendimos a medias y seguramente sea un volumen escrito con excesiva rapidez. Por supuesto, siempre hay quien defiende el latín como gimnasia mental, o para mejor conocer la propia lengua, o por el gusto por la etimología. Pero la etimología está llena de trampas, para el cerebro lo bueno es leer y no hacer ejercicios cerebrales, y el propio tránsito del latín de la soldadesca al español nos hace conscientes de hablar una lengua apropiada a nuestro estado postadánico. El español, como todas las lenguas romances, se quiso hijo privilegiado del latín; al mismo tiempo, los españoles, curiosamente, nunca han tenido fama de buenos latinistas. Es cuestión que cabe lamentar pues, ahora que todo el mundo pasa la mitad de sus años con el aprendizaje de lenguas extranjeras, las lenguas clásicas son diabólicamente entretenidas de aprender, lejos de los debates vacuos –‘¿eutanasia sí o no?’- en inglés o francés patatero. Quizá falte autoestima al gremio de los latinistas, la suficiente para no traicionar a Ovidio con la micronarrativa más banal, para no ser sal que ha perdido su sabor. El latín pasó por lengua viril pero siempre se comenzaba a revelar por su flanco más dulce: rosa, rosae; amo, amas, amat. Por muchos años.

 
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