Bodegón cubista del zapaterismo

De cuando en cuando afloran de los pecios fatigados del Titanic una sopera herrumbrosa, una navaja de afeitar, un centímetro cuadrado de marquetería o el perfil de una teta de sirena. No han de pasar cientos de años hasta que la osamenta fósil del zapaterismo aparezca a los ojos de los investigadores para su consideración paleontológica. La arqueología del talante será una condensación de la historia semejante a los fotogramas que muestran a Fidel en la Sierra Maestra o la cabeza de Ceaucescu de mano en mano, como esos balones de rugby con forma de melón. En las simas del zapaterismo han de aparecer la diplomacia benéfica de Miguel Ángel Moratinos, la alianza de civilizaciones como episodio de humor, los ministerios-cuota, las solapas y las mariposas de Fernández de la Vega, aquel diputado que practicaba el mimetismo con la tapicería de su escaño y que hoy juega en la Moncloa con una pequeña guillotina para convocar la obediencia general.   Es el bodegón cubista del zapaterismo, planteable a veces en términos de cocina-fusión, con un poco de aquí y de allá y la sustancia huidiza que le da un parecido a esas latas de cerveza que la maña de un gitano convirtió en ceniceros más bien incongruentes. Son cosas que de algún modo toman juntas su sentido, cacharrería ideológica esencial, bric-à-brac de panteón o viejo régimen, como el felipismo se resume con nostalgias en el tránsito de la chaqueta de pana a la corrupción folklórica y los años de Aznar están entre el Escorial y la busca del centro. En el bodegón de Zapatero no hay ni mandolinas ni periódicos pero sí están los silencios de Montilla, el enredo de infidelidades con la Esquerra, la Memoria Histórica, un cierto afán justiciero, la melena al viento de Pedro Zerolo y el menú de verano en La Mareta. También queda el saludar al Papa como se saluda al frutero de un mercado el primer día de campaña electoral. En política exterior puede decirse cualquier cosa salvo que hayamos ganado más fama en seriedad.   Al contrario que los dorados del Titanic, esto puede envejecer mal porque Zapatero tiene un nuevo estilo pero su política ya viene en buena parte del gabinete de antigüedades ideológicas. De Bambi al Arte de la Guerra y del federalismo socialista al republicanismo cívico, trazar la genealogía moral e intelectual del zapaterismo parecía otorgar el premio secreto de los saberes alquímicos. En esto se han esforzado todos los comentaristas, sorprendidos de encontrar una política en estado gaseoso, fluctuante, con su rasgo de escaparatismo gestual, con inspiraciones muy primarias pero también de largo aliento, al tiempo que el tacticismo, el corto plazo y el control de la información tienen un papel. Podría ser un misterio sin enigma. Se trata, precisamente, de aliar civilizaciones sin que uno deba salir de la Moncloa, de buscar la paz aunque sea inicua, de trastocar valores muy establecidos en aplicación demasiado extensa del mandato electoral, de aplicar un temblor a las instituciones como si su capacidad de torsión pudiera soportar todo sin daño. Añádanse las purgas de silencio en la Administración, el juicio negativo de la historia de España a modo de una culpa que ya es tarde para perdonar.   En el zapaterismo hay harta experiencia en tratar y maltratar a una derecha que responde aún con agonismo, tocada de inmovilidad después de tanto tiempo. Por ahí hay un reflujo de enfado que convoca -más o menos- a diez millones de enfadados. El voceo demagógico en torno a las Azores y a Aznar como encarnación de un mal casi perfecto ha permeado las resistencias de la opinión pública. Es una victoria que Zapatero se anota todavía aunque el rival lleve mucho fuera del combate. Se trataba de devolver el acíbar de los años de oposición y de vergüenza. Es algo que Zapatero ha hecho con creces, con un rastro de arrogancia en el camino, como esas homilías de la vicepresidenta cada miércoles. Al final, hay una autoridad 'chez Zapatero', quizá un sesentayochismo metamorfoseado y revenido, aunque para su definición habrá que aplicarse durante toda la extensión de su Gobierno. Para muchos, mientras, será consuelo el pensar que la política es más imprevisible que la vida o que el otoño también llegará vertiginoso a la Moncloa.

 
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