Conjetura

No dejo de preguntarme si esa «ansia infinita de paz» que proclama Zapatero es sólo capciosa retórica o si, por el contrario, constituye un principio efectivo de actuación política. Creo que con las circunstancias reales, las que se dan de hecho, no es sencillo encontrar una respuesta.   Me explico. Los terrorismos latentes en España, los que de un modo probable podrían volver a actuar, son dos: el etarra y el islamista. Ambos han recibido un trato apaciguador por parte del presidente del Gobierno, en el primer caso con la apertura de un proceso de diálogo, y en el segundo con la formulación de la Alianza de Civilizaciones. De forma expresa y de forma tácita respectivamente, se ha optado por conceder la legitimidad de la interlocución a los que matan. Quizá esta actitud predispuesta a escuchar sus reivindicaciones venga favorecida por una realidad inquietante: dejando aparte, ni que decir tiene, los medios empleados, no existe una contradicción insuperable —lo cual tampoco implica exactamente coincidencia— entre los objetivos de la izquierda abertzale o el fanatismo islamista, y la empanada mental de Zapatero. Sin el nuevo Estatuto prácticamente secesionista de Cataluña o sin cierta foto con la kufiya palestina en plena crisis entre Hizbolá e Israel, cualquier análisis en este sentido parecería puro delirio. Pero ahí están los hechos.   Por eso opino que, para calibrar la magnitud del ansia pacificadora del presidente, no basta con ceñirse a lo factual. Es necesario establecer una conjetura. Supongamos que hubiera hoy en nuestro país dos grupos terroristas más —por fortuna, inverosímiles—, de signo contrario a los existentes: uno ultranacionalista español que pugnase por la supresión de las Autonomías, y otro de carácter integrista cristiano que deseara el restablecimiento de la confesionalidad del Estado y, ya puestos, la reinstauración del Tribunal del Santo Oficio. En aras del cese de la violencia, ¿se avendría Zapatero a dialogar con ellos y llegaría incluso a ofrecerles contrapartidas políticas para que depusieran las armas? ¿Sería tan benevolente como está siéndolo con etarras e islamistas? En caso afirmativo, mal: con su «ansia infinita de paz» como principio efectivo de actuación política, estaría plegándose a la amortización del miedo que constituye la esencia de todo terrorismo. En caso negativo, peor: a la indignidad sumaría el cinismo de una capciosa retórica. A la hora de tratar con asesinos hay que elegir de modo coherente: o con todos o con ninguno. Y la decisión debe ser siempre la misma. Con ninguno.

 
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