Divagaciones sobre los libros y los gatos

Los gatos y la sífilis son recurrencias que marcan la literatura del XIX. Ciertamente, antes estuvo la tuberculosis pero a la larga será característico el libertino envejecido que pasa los días en su gabinete con un libro de Renan mientras el gato busca la manta o el tobillo o frota su lomo en las encuadernaciones nobles. El gato es animal más bibliotecario que literario: a diferencia de otros animales propios de la biosfera del estudio –ratones, insectos bibliófagos, asistentas-, el gato generalmente no ataca los libros, no los araña ni los muerde. A veces es una pena: es famoso el caso del amateur anti-moderno que abandonaba a los dientes de su dogo danés cada libro que le regalaban de Cortázar. Los gatos se pasean por las bibliotecas con indiferencia de dama de  bolero: ahora mismo son las siete y media de la mañana de un sábado y mi gato duerme, ajeno a todo saber, entre la Historia del taxi de Madrid de Javier Leralta y las Molestias del trato humano del padre Juan Crisóstomo de Oloriz. Habría que echar rehalas de gatos en esas bibliotecas públicas con ambiente de papel mascado y sudor estudiantil  -esas bibliotecas que casi siempre se llaman Federico García Lorca, para ennoblecerlas un poco. La socialdemocracia ha acabado con nuestras ciudades.

Según Karl von Betchen, “el gato se parece a lo que los escritores querrían ser”: es decir, gentes independientes y caracteres sin sobresaltos. Huxley fue más determinado cuando un joven oxoniense le pidió consejo para iniciar su carrera literaria: “si usted quiere escribir, tenga gatos”. En el sur de Europa el gato es animal tiñoso de exteriores pero en otros países civilizados y lluviosos el gato era animal de ornamentación como su reproducción en porcelana. Ha habido secretas simpatías entre la misantropía, la paz, los gatos, las soledades, los libros y el silencio. Gatófilo ejemplar, Paul Léautaud decía ser el escritor más libre de Francia por ser también el más pobre. En su casa llegó a acumular más de trescientos gatos, recogidos aquí y allá, por los arrabales de París. Los dueños han sido siempre proyectivos y harto pretenciosos con los nombres y algún gato de Colette se llamó Prr y otro se llamó Kiki-La-Doucette. Lilith se llamaba la gata de Mallarmé y uno no sabe en qué pensaba el viejo France al llamar a su gato nada menos que Amílcar. De entre los cristianos, nunca se ha sabido el nombre del gato del Dante pero del de Petrarca se sabe que le escribió un epitafio.

La literatura de la psicodelia tuvo en estima a los gatos porque saben ayunar y saben esperar. Tal vez se trata de un animal muy kármico. En tiempos mejores, son famosos los poemas más felinos de Carlos Baudelaire, con su música maléfica y la rima de magiques con mystiques. Colette y Kipling les dedicarían novelitas; Perucho y Pla algún artículo; Gautier habló de ellos y la heterochromia iridium de sus ojos hubiese fascinado, de saberlo, a Jean Lorrain. Los gatos tienen la mejor estirpe literaria y Pla dejó escrito memorablemente que “todo en el gato es dogma, seriedad y forma eterna”. Por mi parte lamento ser un algo anticlimático y barbárico pero prefiero a las personas aunque sea para detestarlas y mi relación con el gato es muy distante: a veces maúlla que me quiere y otras veces yo especulo con la idea de meterlo en el arroz. Ya no sé qué gastrónomo a contra corriente sentenció ¡"que no nos den liebre por gato!"

 
Comentarios