Guerrilla para todos

Hemos asumido como algo normal que unos tipos se pongan pasamontañas y ropa militar y salten a la carretera armados con hachas y piedras, prendiendo fuego impunemente a lo que se les ponga por delante, agrediendo a policías, amenazando a los conductores que no se amilanan ante sus coacciones, y cortando autovías a placer. España es así de moderna. No me parece mal. Lo que ocurre es que si hay natillas, que sea para todos.

Así, de la misma manera que un tipo puede decidir que debo llegar tarde a una entrevista de trabajo, a recoger a mis hijos al colegio, o al hospital a ver a un amigo que está enfermo, yo mismo puedo decidir organizar una fiesta de siete días en los bajos del edificio de ese mismo tipo cuando le cierren la mina, y se acaben en el almacén de su sindicato las latas de gasolina con las que cortar autovías. O puedo dejar sin luz al hospital donde le están curando un pelotazo de goma en el trasero. O aparcar el trailer de mi tío Manolo El del Trailer en la puerta de su garaje durante dos o tres meses, según me cuadre. Así, porque me apetece. Con sus mismas dos razones.

Porque si se trata de una cuestión de derechos, defendamos los de todos. Lo que no es justo es que los mineros puedan cortar carreteras, romper lunas, y quemar neumáticos, y los demás no, con lo divertido que debe ser y la de adrenalina que se puede llegar a descargar en una noche entera haciendo el Rambo por esas autovías españolas tan apetecibles para los amantes del fuego, el caos, y la destrucción. Y no me vengan con lo de la causa. Que estos guerrilleros venidos a menos creen que lo suyo es una causa muy importante. Y que su guerra es justa. Como si el resto no tuviéramos una.

Y además, da igual. Su guerra tal vez sea justa. Pero lo que es seguro es que no es la única. Y puestos a darnos todos de bofetadas, yo también quiero mi parte. Exijo mi derecho a jugar a los autos locos con su montaña de neumáticos ardiendo, en vez de tener que hacer fila dócilmente durante horas, obedeciendo al alto de un troglodita vestido de Ché Guevara con ademanes de guardia de pueblo. Exijo también mi derecho a una buena sesión de pirotecnia en su almacén de minería. Y a mi barricada en el pasillo de su casa. ¿Qué tal tres horas esperando para ir al baño? ¿Qué tal la sensación de estar a oscuras, oyendo como un mostrenco cargado hasta la nuca de aguardiente destroza la cristalería del salón? ¿Qué tal la sospecha de que además lo tendrá que pagar el agredido? No se extrañe, buen hombre: también todos los españoles nos vemos obligados a pagar los destrozos callejeros de sus guerras justas, cuando los mineros, los hooligans del fútbol, los del botellón pijo de Pozuelo, o los de la fiesta de la marihuana de Sol, tienen el día cachondo y deciden destrozar la ciudad.

Confesaré mis turbios propósitos. Estoy muy a favor de la causa de los mineros, los zapateros, los herreros, los resineros, y los barquilleros. Pero si hay una causa que realmente conquista mi corazón es la del sereno. Deseo de corazón su regreso a las calles, encendiendo y apagando cada noche, y acompañando en su soledad a los vecinos trasnochadores. Esa es mi verdadera causa. Y usando la misma lógica con la que algunos sindicalistas llevan años haciendo el animal y chantajeando al Estado, hoy he decidido empezar a defenderla por las malas; que por las buenas nada he conseguido.

Somos muchos. Y muy pronto nos vengaremos. Cobraremos esa deuda histórica que España tiene con nosotros. El Colectivo Que Vuelva el Sereno (CQVS), que tengo el honor de presidir, comenzará en los próximos días a embadurnar de silicona las cerraduras de todos los portales que cuenten con porteros automáticos, empezando por los portales de los guerrilleros de la minería que estos días están cortando carreteras. Y si a pesar de nuestras advertencias, no se deciden a retirar los porteros automáticos y a contratar a nuestros amigos los serenos, procederemos al lanzamiento de piedras contra las lunas de sus portales. Más tarde nos entregaremos al lanzamiento de cócteles. Y no serán precisamente mojitos. Y rociaremos cada madrugada el telefonillo automático con pegamento industrial, para que los que lo usen se queden pegados. Así podremos cazarlos al amanecer con las manos en la masa, llamarles esquiroles, y lanzarles huevos. De esta forma denunciaremos públicamente su egoísmo y su falta de solidaridad y sensibilidad hacia la causa de los serenos. También romperemos las farolas de las calles: queremos que vuelvan a ser de gas. Que ya está bien. Si hay guerrilla. Que sea para todos. Que viva el sereno. Que vuelva el sereno.

Y así, tal vez, cuando el humo negro de los neumáticos ardiendo no esté en la lejana autovía, sino en su portal, el minero matón comprenderá que el respeto que merecen sus causas arde con el primer chispazo de su mechero sobre el charco de gasolina. Y si no lo comprende, mejor: si se abre la veda, vamos a divertirnos todos. Que yo también quiero saber qué se siente destrozando lunas con una hacha y comiendo un bocata de chorizo con olor a gasolina en una de esas barricadas humeantes tan románticas.

Itxu Díaz es periodista y escritor. Ya está a la venta su nuevo libro de humor «Yo maté a un gurú de Internet». Sígalo en Twitter en @itxudiaz

 
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