Un vino para cada escritor (II) – De José Celestino Mutis a Pablo Neruda y Rainer María Rilke

Los tratadistas más sensatos aconsejan separar la ingesta alcohólica de la reflexión moral porque su combinación puede conducirnos a consideraciones de amargura sobre nuestra naturaleza caída, como si no tuviéramos remedio. Por otra parte, han sido muy famosas las estampas del escritor que escribe según la inspiración del whisky o del ajenjo o la del lector que lee, mansa la tarde, mientras sorbe un poco de Oporto y de vez en cuando alza los ojos para ver la lluvia por detrás de la ventana. Son bellas poses pero el alcohol debe de ser tan malo para escribir y leer como para el manejo de maquinaria peligrosa: cualquier impulso de seriedad lleva aparejada, hélas, la ascesis de la abstinencia. Tal vez sea otra consecuencia de la “natura lapsa”. Pese a todo, se puede hacer un maridaje entre vinos y autores, con toda libertad de asociación poética. Esta es mi selección atolondrada:   José Celestino Mutis: Cualquier rareza; por ejemplo Viña Ijalba Graciano, Pirineos Parraleta, o esos vinos canarios de uvas imposibles –baboso negro-, solaz de los botánicos.   Santa Teresa de Ávila: Tras décadas de dominio de ‘Cumbres de Gredos’, hoy en Cebreros se vinifica el “Pegaso barrancos de pizarra”, que sólo tiene en común con la santa el ser de Ávila y el tener carácter, cosas que en cierto modo van bien juntas.   Robert Hugh Benson: Un poco de Bristol Cream en la sobremesa del domingo. Momento muy clerical.   Próspero Mérimée: No lejos de los altos de Carabanchel, entre la Ciudad Universitaria y la Casa de Campo, se elabora un vino experimental cuyo destino final se desconoce. Por allí, entre las encinas, pasearía el hispanófilo Mérimée en dulce conversación con la condesa de Montijo.   Francisco Vighi: Vino turbio del año, sencillo, noble. Poeta humorístico, le hubiese hecho gracia ese vino italiano llamado “La Poja”.   Ramón Gómez de la Serna: Se hace difícil disociar su recuerdo del cuadro de Solana, donde preside la tertulia de Pombo una botella de “Rhum Negrita Bardinet”.   Gutiérrez-Solana: No creo que considerara aceptable mayor sofisticación que el garrafón. Llamó “monos” a los modernos que se inclinaban sobre la barra de las nuevas coctelerías de la Gran Vía.   Barón Corvo: Su admiración iba, más bien, hacia los vendimiadores.   Oscar Wilde: Pink Gin en el continente, dieta de champagne en Inglaterra.   Miguel Torga: Noble iberista, le hubiera emocionado el proyecto hispano-luso de crear un vino –Duradouro- con uvas de ambas márgenes del Duero. Está por ver que salga bien.   José Carlos Llop: Vino mallorquín pero de variedad foránea: un “Torrent Negre”, por ejemplo.   Paul Léautaud: Vivía sucio y pobre, acompañado de docenas de gatos a quienes atraía su carácter huraño. Se consideraba el escritor más libre de Francia precisamente por ser el más pobre. Le imaginamos, también, en compañía de un tetra-brik comprado en el colmado.   Luis Cernuda: Un Rueda de característico amargor. El vino del exilio.   Luis Pimentel: Un Ribeiro popular y una pastilla para la acidez de estómago.   Juan Gil Albert: Valenciano de Alicante, más bien griego de vocación, y poeta sublime en ocasiones. Él estaría dotado de ver el lirismo de la vendimia nocturna que realiza la bodega valenciana Pago de Tharsys, tan especialista en rarezas. Gil-Albert hubiese bebido con gusto una de las escasas botellas del vino dulce que elabora la bodega a partir de las uvas griegas Sultanina y Corintia, todo levedad.   Miguel Sánchez-Ostiz: Cualquier Viña Magaña, para que vea que también de Navarra salen cosas buenas.   Ricardo Molina: Un vino “de vid silvestre y líquido reflejo”, que nos deje con sed insaciable y perpetua.   Pablo Neruda: Merlot chileno monocorde, de consumo masivo en los peores supermercados de Inglaterra, con tapón de plástico.   Valery Larbaud: Le iba bien ese esnobismo de tomar un pisco-sour en los trenes de la vieja Europa. Por otra parte, debía su fortuna a las aguas minerales de Vichy.   Enrique Gil y Carrasco: Poco leído hoy, pese a su novela romántica de ambiente berciano “El señor de Bembibre”. Hay por ahí un vino bueno llamado, precisamente, Bembibre, y el Tilenus que crece a los pies del Teleno.   Gerald Brenan: Barranco Oscuro, en la Contraviesa-Alpujarra, elabora vinos ecológicos en el viñedo más alto de Europa –más de 1300 metros de altitud. Cuestión distinta es que sólo se los pueda beber un inglés en el tramo final de una intensa borrachera. Caro Baroja pondría, al final de la comida, el pacharán.   Pedro Antonio Urbina: Licor de fresas maison, o el que elaboran los sabios benedictinos de la Valvanera, magistral para el alma y el catarro.   Valentí Puig: Champagne Pol Roger, Cuvée Sir Winston Churchill. Decisión indudable, para antes de los whiskies.   Voltaire: Se merecía, ante todo, un buen hisopazo de agua bendita.   Eça de Queirós: Lo normal, después de su lectura, es que uno dé cualquier cosa por una botella del blanco de Bucelas, antaño tan famoso. Lo imaginamos en sus consulados de La Habana, Bristol o París, con pensamientos regeneracionistas mientras aspiraba con nostalgia de una copa de Fonseca. El “moscatel roxo” de Setúbal, rareza no lejana de Bucelas, es otro buen pretexto para pensar en el “esplendor de Portugal”, siempre pretérito, y tomar unas quesadillas de Sintra.   Fernando Villalón: Un soplo de mar, una botella de manzanilla que beben los caballistas y ese género de borrachera alegre que termina en llanto.   Cunqueiro: Apóstol con fervor del albariño, El Palomar de Zárate es “esa luz de lámparas de oro” que él buscaba en las viñas del Salnés y El Rosal que miran al mar desde colinas verdes.   Conde de Villamediana: Viña Tondonia blanco –pero no logro recordar la relación. Digamos que un vino a la vez clásico y raro para un poeta también clásico y raro.   Rainer Maria Rilke: Un blanco del Friul, un tinto del Valais. Hombre esquinado, hiperestésico, sublime, difícil de contentar en los palacios de sus queridas baronesas. Él tomaba vino de Austria-Hungría mientras los rústicos bebían ‘schnapps’.

 
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