Irán y el síndrome de Pearl Harbour

Las consultas sobre el programa nuclear iraní en París, ya calificadas por la prensa como «secretas» porque los reporteros no tuvieron acceso a los diplomáticos en ningún momento antes o después de esa reunión, terminaron, como era de esperar, con un fracaso. Es decir, sin aportar cambios sustanciales en la postura de los países protagonistas. EE.UU. aboga por que el Consejo de Seguridad de la ONU adopte la resolución más drástica posible con respecto al «dossier nuclear» de Irán, y los europeos, en general, se decantan a favor de la propuesta norteamericana; mientras que China y Rusia, miembros permanentes del Consejo de Seguridad, siguen insistiendo en una solución negociada. Lo cual significa que los organizadores del encuentro se han empeñado en ocultar algo que ya era de dominio universal.   Para aliviar a Pekín y Moscú, que se hallan en una situación embarazosa, el embajador estadounidense ante la ONU, John Bolton, sugiere explícitamente a sus dirigentes que se abstengan cuando el problema iraní sea sometido a votación en el Consejo de Seguridad. En su opinión, si este organismo se demuestra incapaz de presionar a Teherán debido a las discrepancias entre sus miembros, EE.UU. y sus aliados podrían tomar represalias por cuenta propia. Otros representantes estadounidenses se pronuncian en el mismo sentido: el portavoz del Departamento de Estado, Sean McCormack, acaba de mencionar la posible implementación de sanciones al margen de la ONU.   La verdad es que Moscú también se ha visto obligada a corregir su postura. Konstantin Kosachov, responsable de asuntos internacionales en la Cámara baja del Parlamento ruso, no descarta ya la adopción de sanciones contra Irán por su abierto rechazo al cumplimiento de las exigencias del Consejo de Seguridad.   Resulta todavía más curioso lo que dicen a este respecto militares, agentes de secretos y expertos independientes. El servicio secreto estadounidense confiesa sin ambages que tiene muy poca información sobre Irán. Lo cual, más que un detalle tranquilizador para Teherán, es un testimonio seguro de que Washington y sus aliados más fieles ya están poniendo en marcha todos los recursos materiales e intelectuales que puedan llegar a necesitar. En pleno fragor de la polémica entre EE.UU. e Irán, y esto difícilmente puede interpretarse como pura coincidencia, se anunció que se había realizado en el polígono de Eglin (Florida) una prueba exitosa de la nueva bomba aérea MOAB (Massive Ordnance Air Burst), de 10 toneladas. La prensa no tardó mucho en inventar una nueva lectura para las siglas inglesas, bautizando al artefacto «Mother Of All Bombs» (Madre de todas las bombas). Tampoco podemos descartar el uso de las armas nucleares tácticas, en primer término las denominadas antibúnker.   No tiene nada de extraño, por tanto, que Moscú insista en una vía negociada, Rusia no quiere una guerra nuclear cerca de sus fronteras. Porque el tema nuclear no es un farol: el ex secretario de Estado norteamericano, Henry Kissinger, en declaraciones a la CNN, aseveró que los militares de su país deberían examinar «todas las variantes de actuación» con respecto a Irán, sin descartar el uso de ese tipo de armas.   La doctrina oficial del ataque preventivo no es lo único que empuja a Washington hacia la adopción de medidas más drásticas. Esta doctrina, por cierto, es una consecuencia morbosa del viejo síndrome de Pearl Harbour y de la tesis —por lo demás bastante cuestionable— de que habría sido posible parar a Hitler mucho antes si EE.UU. hubiera intervenido a tiempo en los asuntos europeos. Tampoco está curado otro trauma antiguo, el de la bárbara toma de rehenes estadounidenses en Irán. Así que todo nos remite al amigo Freud.   Por último, hay pronósticos que no dejan de perturbar la imaginación de Washington, como el de Zbiegnew Brzezinsky, quien vaticina para EE.UU. una guerra de treinta años en Irán y la pérdida del liderazgo global a raíz de ese conflicto. De ahí un dilema obvio: ¿no meterse en la pelea o asestar un golpe brutal para lograr victoria rápida? Sea cual sea la respuesta, parece evidente que todo obliga al águila estadounidense a mantener la mirada muy fija en cuanto pasa a su alrededor, e incluso a abalanzarse sobre un grano de mijo que se asemeje a un perdigón.   La invasión de Irak, realizada a partir de una información poco fidedigna, no era más que el principio, especialmente porque la presunción de inocencia no funciona con respecto a Irán. Al defender su derecho al desarrollo de la energía nuclear con fines civiles, Teherán hizo un montón de declaraciones contradictorias, cuando no simplemente descuidadas, que revierten en su perjuicio.   En Rusia tampoco faltan expertos independientes que califican la guerra de inevitable. «Pienso que cuanto se ha hecho hasta ahora, con todos los arreglos propagandísticos que vemos, permite afirmar con gran dosis de probabilidad que un ataque con bombas y misiles... es algo decidido —sostiene Mijail Deliagin, director del Instituto ruso para los problemas de la globalización—. Habida cuenta de los motivos electorales, eso debería suceder a finales de la primavera o del verano. Según los rumores, los iraníes ricos de origen azerí han empezado por si acaso a comprar pisos en la capital de Armenia, Yereván, sin esperar al inicio de las hostilidades».   En la prensa se barajan varias versiones sobre la posible respuesta iraní. El semanario londinense The Sunday Times, citando fuentes propias en Teherán, dice que Irán ha pensado ya en «una represalia adecuada» protagonizada por 40.000 terroristas suicidas que deberán atacar objetivos estadounidenses, británicos e israelíes. Supuestamente, han sido seleccionados ya 29 blancos. El propio régimen iraní, por boca de su presidente, amenaza con una represalia asimétrica contra Israel. Y la idea de cerrar el Estrecho de Ormuz ha sido mencionada por los iraníes en reiteradas ocasiones.   En resumidas cuentas, Pearl Harbour y el amigo Freud nos deparan multitud de nuevos y muy sensibles problemas.

 
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