Kapital Europea de la Kultura

Tras la elección de San Sebastián como Capital Europea de la Cultura 2016, en el resto de las ciudades candidatas ha habido reacciones enconadas, y con fundamento. No es ya que se emberrinchen por haber perdido, convencidas todas como están, lógicamente, de que su proyecto era el mejor. Es que se sienten estafadas porque la comisión electora ha tomado, como referencia esencial para decantarse, un elemento político en principio ajeno al proceso. Y lo que es peor, un elemento político cuya virtualidad se antoja casi nula, algo a lo que apuntan todos los indicios.

La ciudad de San Sebastián tiene méritos de sobra para justificar el reconocimiento logrado, y ello sin necesidad de entrar en valoraciones sobre el programa concreto que ofrecía su candidatura (como burgalés, veía más definido el de nuestra «R-evolución», pero tampoco quiero pecar de exceso de subjetividad). Se hubiese comprendido y aceptado mal que bien su victoria sobre las otras localidades si la comisión se hubiera ceñido a unos criterios puramente culturales. Sin embargo, cundió la indignación cuando Manfred Gaulhofer, presidente del jurado, proclamó lo del «gran compromiso en contra de la violencia y la idea de usar la cultura para ello».

Cuando estas seráficas palabras fueron pronunciadas, el 28 de junio, Bildu llevaba dieciocho días gobernando en la corporación municipal. El partido ya había demostrado su «gran compromiso en contra de la violencia» –de la violencia estructural del Estado– retirando, cuatro días antes, el retrato del Rey que presidía la sala de plenos del concejo donostiarra. Otros militantes de la coalición habían manifestado previamente su «gran compromiso en contra de la violencia»: Martín Garitano, cinco días antes, equiparando a víctimas y asesinos en su toma de posesión como diputado general de Guipúzcoa; Ana Carrere, doce días antes, al impedir que la escolta de los concejales amenazados accediera al ayuntamiento de Andoain. Claro que todo quedaba tan atrás en el tiempo, que con razón el jurado lo consideró agua pasada y asunto concluido.

La segunda parte de su enunciado aludía a «la idea de usar la cultura para ello», para combatir la violencia. ¿Qué clase de cultura? Al día siguiente de la elección, Gara daba unos apuntes editoriales acerca de lo que la izquierda abertzale entiende al respecto: «La capitalidad cultural puede servir para proyectar a Europa y al resto del mundo la realidad de Donostia y del conjunto de Euskal Herria. […] Sin duda, el mayor tesoro que tiene este país es el euskara. Porque, efectivamente, Donostia es […] una de las principales ciudades de un pequeño país europeo con […] una lengua que ha pervivido a pesar de los ataques que ha sufrido y que sigue padeciendo […]. Euskara, lengua de la Capital Cultural de Europa». Para entendernos, una kultura de barra de herriko taberna, con grandes ventanales a la comunidad internacional.

Pese a todo, deseo felicitar a aquellos donostiarras de bien que merecen el disfrute de los beneficios que la capitalidad reporte; a los que han trabajado por que su municipio sea grande, digno, vividero; a los que de verdad están comprometidos en contra de la violencia y ejercen ese compromiso ensanchando precariamente la libertad; a los que usan la cultura como respiración y no como asfixia; a los que no se cuentan entre esos veintiún mil ciento diez votantes del partido gobernante en la ciudad –por ahora y esperemos que ya no en 2016–, herederos de una única cultura, que es la ominosa cultura del crimen.

 
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