Problemas íntimos

Nos graban al entrar en el banco, nos graban sin saberlo al pasear por cualquier calle. Vamos dejando una señal aquí y allá, enviando al éter el número de una tarjeta de crédito, el número de teléfono, el email. Aparecemos en google: a veces aparecemos para bien, ay de quien aparezca para mal. En sentido contrario, hay quejas por si nuestro nombre –Pablo Pérez, por ejemplo- se confunde en la marejada amplia de los nombres. Las administraciones tienen un control sobre nosotros semejante al de esas ranas extendidas cuyo vientre ha de hender el bisturí.

Por si fuera poco, también nosotros somos menos pudorosos, surfeando la ola del nuevo impudor, espíritu de la época. En twitter puede uno decir lo que está haciendo en cualquier momento del día. No es ya curioso que eso llame a la curiosidad ajena; es más curioso que alguien piense que a cada momento su vida es un sostenido de hazañas dignas no de contarse –no se cuentan- sino de exhibirse. La reputación está más expuesta: parece que hubiera que cuidarla más pero no siempre hacemos así. El sentido de la privacidad ha variado. La intimidad ya sólo remite al género de cosas que pueden comprarse en Fajas Ruiz. Varía en consecuencia la propia percepción personal, ingrediente en la idea que uno define de sí mismo para andar por el mundo o para reconocerse al afeitarse ante el espejo. Varía la percepción que tenemos de los demás.

Cada uno es más personaje público que antes. La necesidad de un perfil público es aportación contemporánea. Hay que ponerle buena cara al mundo y sonreír, importa ver si el articulista es guapo o feo; al fin y al cabo, nos dejamos espiar. Posiblemente, sin embargo, no deba decirse que la realidad cibernética genere otra realidad sino que más bien se integra en la de siempre o la amplifica: de alguna manera, también viene a estrechar vínculos reales aunque sólo sea con el gesto de comentar una foto en un fotolog. ‘Por favor, no cuelgues estas fotos en facebook’, dice el borracho: la comedia humana continúa, inalterable.

La cuestión es saber si no estábamos más hechos para un ámbito más recogido, más privado, en contraste con que –de pronto- también parece que queremos que cada vez más gente sepa de nosotros incluso cuando esa gente nos importe poco. Es difícil dejar huella; nos conformamos ya con dejar rastros. También hay algo invasivo en el hacerse presente en la vida de los otros. Véase el ciberactivismo. El rasgo de franqueza de estos ‘outings’ sin duda abunda en la expresividad personal: ahí está quien expone no sus circunstancias sino sus sentimientos, sus pensamientos más o menos lírico-personales de blog o en una opinión que es un ladrido. Quedan también para el olvido los sobrentendidos, la ironía, el 'understatement', tantas artes que hacían inteligente la conversación. Es así que se pierde de modo efectivo inteligencia. La emocionalidad está mejor vista cada día. O cada vez nos extraña menos.

Recientemente, un muchacho se ha suicidado en internet y un enfermo se ha acogido a la errónea piedad de la eutanasia por TV. Hay algo de escenografía en ambos actos, la rara virtualidad de lo que se retransmite, pues la pantalla mitifica y aleja de inmediato. Al suicida por ‘webcam’ le entraban emails que le instaban a darse prisa. En realidad, hasta no hace tanto tiempo, el dolor propio estaba entre las cuestiones que uno guardaba para sí y no mostraba al amplio mundo: en primer lugar, uno no se sentía lo suficientemente narcisista para merecer más compasión de la debida; en segundo lugar, la experiencia del dolor o la desgracia –por ejemplo- nos hacía acceder a un derecho a la discreción, al silencio. Hay muchos casos: aquellas viudas que no hablaban del marido seguramente tampoco dejaban de pensar en él, quien no hablaba de la guerra la seguía llevando por dentro. Hoy alguien sale de la casa de Gran Hermano y para sus nuevos amigos todo es llanto y fin del mundo. Pasamos del cuestionario Proust a la narración detallada de biografías amorosas o heroísmos sexuales. Lo sabemos todo de Pipi Estrada. Alguien acerca un micrófono al que agoniza para saber qué se siente.

Un cierto pecio de psicología mal entendida nos lleva a la superstición de pensar que cualquier expresión emocional es buena y liberadora y que hay que hablar de todo. ‘Porque yo lo valgo’: quien todo lo vale, todo lo puede hacer, todo se lo puede perdonar –todo le termina por valer lo mismo. Con frecuencia, el instinto humano ha actuado al revés: la consideración del secreto propio como sagrado, el respeto a los demás de no hacerles cargar con nuestra carga, la percepción práctica de que un problema compartido puede ser un problema duplicado, la intimidad como ámbito de clausura que da sustancia y se hace necesario a lo que somos.

En otro orden de cosas, la presentación de nuestra personalidad como algo público puede desvirtuar nuestra interioridad y quitarle valor hasta no darnos cuenta de lo que hemos perdido en nosotros y en los otros. Hasta ahora eso sólo les pasaba a cantantes, por ejemplo, a hombres públicos; ahora se extiende y afecta incluso a la propia pequeñez. Es un problema pero hay otro más grave: cuanta más publicidad se da a todo, cuanta menos privacidad nos concedemos, al final merecemos menos atención real y damos menos atención real. Quien tiene viejas relaciones de amor o de amistad sabe hasta qué punto van unidos ahí tiempo, sentido y conocimiento, cómo todo se consolida variando. Dicho de otra manera, cada persona tiene un potencial amplio de recibir atención, y había sabiduría en elegir a quién la dábamos, con quién la compartíamos, como una vinculación. La continuidad permitía el acceso a la intimidad, como el paso de la simpatía al afecto. Las atenciones múltiples tienen, sin embargo, un elemento de volatilidad: es posible pensar, sin embargo, que nadie deba ser tratado superficialmente. Esa es una manera como cualquier otra de no tratar como persona a un individuo, pero todo se agrava al considerar que –al mismo tiempo- se han generalizado los egos hipersensibles, capaces de interpretar cualquier desatención como maltrato. A veces esto puede culminar en ansiedad y alienación o extrañamiento: cosas, sí, que también son muy de esta época de floración extraordinaria de narcisos.

 
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