Temores confirmados

El agorero y el previsor coinciden en su punto de partida, puesto que ambos formulan pronósticos poco halagüeños. Lo que les distingue es el punto de llegada: cuando ya no está por venir, el porvenir desecha las predicciones del uno y ratifica las del otro. Sería mejor equivocarse, caer en un pesimismo injustificado y pasar al final por agorero y no por previsor, pero es que la derrota –el rumbo, entiéndase– de la política española en los últimos meses va confirmando uno a uno los temores que ya se presentían la noche del 14 de marzo. Al margen de la influencia que en el proceso electoral tuviese la matanza perpetrada tres días antes, que en vez de una firme respuesta ciudadana desencadenó más bien miedo, confusión, debilidad y un retorno al debate sobre las «causas» del atentado –como diagnostica con valentía Edurne Uriarte en su libro Terrorismo y democracia tras el 11-M–, al margen, digo, de ese potente factor exógeno que nunca debería haber irrumpido, el veredicto de las urnas fue el que fue y por ese lado ni se puede ni se debe hurgar más. Establecido lo dicho, es difícil convencerse de que el resultado electoral en aquellas circunstancias y proporciones no situó a España ante el menos prometedor de los escenarios posibles. Asumía el poder de forma inopinada un equipo bisoño, forjado mitad en una oposición voluptuosa –tanto, que parece seguir en ella–, mitad al calor de las administraciones autonómicas, averiado de principios que deberían tenerse por irrenunciables, embebido de ideología y, sobre todo, ansioso por convertir a Aznar en referente político inverso y situarse, sin excepción, en sus antípodas. No era éste el mejor pertrecho de cualidades para amortiguar los estragos de otra circunstancia adicional: la minoría parlamentaria, afrontada sin un pacto de legislatura específico, y la consiguiente subordinación a los trágalas nacionalistas. Se da el caso además de que Zapatero llegaba al Ejecutivo en una especie de «plenitud de los tiempos» separatista, con el desafío del lendakari ya planteado en el País Vasco y con una Generalidad catalana gobernada por el miembro más soberanista de su partido –si el PSC puede considerarse subsidiario del PSOE–, en coalición con una Esquerra consentida y chulesca. Así anochecíamos aquella jornada del 14 de marzo y no sobraban muchas razones para esperar que al día siguiente –aunque la efectiva toma de posesión se realizó en abril– acaso amaneciéramos con un Gobierno moderado, integrador y vigoroso. Para el conjunto de los ciudadanos, quiero decir, pues moderado e integrador lo es sobremanera con los nacionalistas desintegradores, y vigoroso no deja de serlo en el brío con que soslaya o desprecia, según mejor le convenga, las opiniones de quienes no le son favorables. El tiempo ha ido refrendando lo verosímil de aquellos temores –a veces corregidos y aumentados por la realidad– que preveían una política internacional menguada y claudicante, un acaparamiento veloz de todos los resortes del Estado con pretextos variopintos, unas medidas sociales legitimadas ante el elector progresista al enfrentarse con la Iglesia por el mero gusto de combatir a la carcundia, un retorno –por omisión de la LOCE– a las recetas del fracaso educativo en las escuelas, y una política nacional centrífuga al dictado de unas formaciones cuyo anhelo es cuartear, sin que importe a qué precio, la unidad de la nación española. Las dos muestras más candentes y graves de la osadía nacionalista y de la pusilanimidad –cuando no complacencia– con que el Ejecutivo la encara son el dictamen de la comisión de expertos nombrados por Carmen Calvo para ratificar el desmantelamiento del Archivo de Salamanca y la aprobación del Plan Ibarreche en el Parlamento de Vitoria con los votos de ETA: propuesta ilegal e infame que Zapatero desea debatir en las Cortes y contra la que no piensa oponer ningún recurso por la vía judicial. En el fondo, como ha señalado Gabriel Cisneros en declaraciones a la Cadena COPE, nos hallamos ante una revisión tácita del pacto constitucional de 1978 y lo que se pretende es sustituir aquel gran consenso de la izquierda y la derecha por otro nuevo que tenga como pilares la izquierda y el nacionalismo. De ese modo, la derecha quedaría como una fuerza residual –aunque bien nutrida– en los arrabales del sistema. Todos los indicios que vamos viendo concuerdan con tal hipótesis y ojalá que en esto, al final, no seamos previsores, sino unos grandísimos agoreros.

 
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