Qué eran las Torres Gemelas

Resultará para siempre memorable la condición par de las Torres Gemelas, generadoras de la ilusión de un baile estático, de un efecto combinado de volumetría y simetría, de un diálogo entre iguales como las montañas se comunican por las cumbres. El esquematismo minimalista originó no poca crítica y la plazuela entre las torres en ningún caso se llegó a parecer a un espacio urbano tan glorioso como el Campo de Siena. Con los años, las torres ganarían un aire setentero.

La inhumanidad presunta de los rascacielos contrasta con el hecho que allí trabajan y conviven seres humanos y no entidades de robótica. No menos humana es una fascinación por las alturas donde -como en toda fascinación- se mezclan la atracción y el miedo: más allá de la megalomanía, la reclusión de Manhattan dio un pretexto a la grandilocuencia expresiva que lleva dentro de sí la arquitectura cuando está entre la geografía y el dinero.

Cayeron catorce manzanas en la isla de Manhattan para erigir unas torres que iban a dar un nuevo orgullo o impulso a la ciudad y que finalmente le dieron un relieve de distinción a su 'skyline', crecientemente inconfundible. A la sombra de las torres, sentir un cierto sobrecogimiento no era un problema de provincianismo sino efecto propio del lugar. No son horas de utopismos cientifistas pero las torres daban concreción a la voluntad no luciferina de dejar huella, gesta humana de labor y pragmatismo que desmiente las peores consideraciones sobre la riqueza y el poder. Las torres apacentaban, ahí abajo, a Wall Street, el comercio inquieto de los hombres. Esos hombres que trabajan y que juegan y que bullen en la ciudad que definió un momento optimista de lo humano.

Véase en los rascacielos la mejor combinación de "las formas que vuelan" y "las formas que pesan". Desde lejos, las torres lograron irradiar el orgullo y la nobleza que quiso su arquitecto, Minoru Yamasaki. Desde cerca, eran un abismo puesto en pie, un poco de pasmo ante un vacío, una oquedad de aire en ese territorio de dulzuras que es el extremo sur de Manhattan, a un solo movimiento de la prestigiosa caída de la tarde en Battery Park, solar de mucha historia. Las torres recibían a modo de salutación, variaban con la incidencia de la luz como el reverbero de los álamos y nos guiaban por la ciudad mostrando aquí y allá sus perfiles generosos. Como la torre Eiffel en París, como el reló de Telefónica en Madrid, las torres eran una brújula de presencia permanente que -en virtud de su constancia- llegaban a aportar una familiaridad casi tangible para que cualquiera se pudiera reconocer en el paisaje.

Mohammed Atta estrelló un avión contra una de las torres gemelas. Era arquitecto de formación, perteneciente -por cierto- a un ámbito geográfico que no sigue los desarrollos de occidente pero los importa sin consideración del precio: por primera vez desde el gótico, los edificios más altos no están en el ámbito occidental. En Dubai se construyen rascacielos de enorme ineficiencia energética porque -para los jeques- un rascacielos sin piel de cristal no parece un rascacielos. De Shanghai a Kuala Lumpur, de Londres a Madrid, hoy se construyen, más que nunca, rascacielos.

Aquel día, en el gremio ensimismado de los arquitectos hubo quien deseó el derrumbe de los edificios del argentino César Pelli. De tanta desgracia, sin embargo, quedó también tanta gesta y la constatación antiterrorista de que la capacidad benéfica del hombre es posible en toda circunstancia: también en lo que la alienación consideraba el nido del diablo cuando no eran más ni menos que unas torres que se erguían y unos miles de hombres en el oficio sagrado del trabajo.

 
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